Siento una debilidad especial por el cine de Paolo Sorrentino, incluso en aquellos casos en los que tengo que admitir los argumentos de quienes ven en algunas de sus películas cierta impostura, pretenciosidad y precaria originalidad, incluida su serie The young pope. En mi caso solo me decepcionó, y a medias, en Silvio (y los otros), por el innecesario blanqueamiento implícito en su retrato de Berlusconi, algo a lo que renunció con más que notable acierto cuando hizo lo propio con Giulio Andreotti en Il Divo.
Y es cierto, Sorrentino no llega a la altura del grande entre los grandes del cine italiano, Federico Fellini, a quien su mirada y sus historias parecen remitir de forma irremediable en busca de un punto de partida para encontrar un sello propio, pero ha conseguido encontrar ese sello diferenciador, de autor, que permite identificar su cine más allá del muy habitual Toni Servillo. Posee talento para captar la esencia de historias mínimas, incluso para cautivarnos con la mera observación del paisaje, de la gente, y contribuir desde esa mirada a engrandecer sus particulares relatos. También cultiva un sutil sentido del humor y sabe dar rienda suelta a una fascinación que a veces convierte en contagiosa, como ocurría en La gran belleza, su obra más felliniana hasta el estreno de su último trabajo, Fue la mano de dios, que supone un viaje al pasado en el que resulta inevitable respirar el aroma ya presente en la maravillosa Amarcord.
Con Fellini de fondo o sin él, È stata la mano di Dio -suena mucho más bonito en italiano- es ya una de las mejores películas de su carrera, a partir de este viaje al Nápoles de su adolescencia, que lo es asimismo a la felicidad, al dolor, al amor y a la inspiración de la que se va nutriendo la vida del aspirante a creador que encarna Fabietto -el alter ego de Sorrentino en la pantalla-, sacudido por las hormonas y la llegada de Maradona a la ciudad, pero también por la tragedia.
Como en tantas otras ocasiones, ese viaje al pasado está formado por retazos de recuerdos que son hermosos por cómo los recordamos, y tal vez no por cómo ocurrieron en realidad, pero que constituyen la plenitud de la emoción con la que el director aborda las vicisitudes de su propia historia, respetando la máxima que subraya su protagonista -“la realidad es decadente”- en este hermoso elogio a la nostalgia y al autodescubrimiento.