A los cuarenta, hay quien se deja crecer el pelo, comienza a calzar zapatillas deportivas hasta cuando toca vestir traje y corbata (o pajarita de madera...), decide sacarse la camisa por fuera en cualquier caso, o acaba haciendo crossfit porque irremediablemente entra (copio y pego lo que aparece en la primera entrada tras buscar en Google) “en un periodo de cuestionamiento personal que aparece cuando pasamos de la juventud a la madurez que suele caracterizarse por el sentimiento de frustración por no haber alcanzado el estatus deseado o por no haber cumplido con las expectativas de vida”. Y en ese periodo se hacen muchan tonterías.
La democracia española también vive su particular crisis de los cuarenta desde que Pedro Sánchez sacó adelante la moción de censura y se instaló en La Moncloa. En 2018, precisamente, la Constitución cumplió cuatro décadas.
El sanchismo ha dado desde entonces los mismos banzados que un cuarentón recién divorciado en un disco-pub con un cubata de JB con SevenUp en la mano. Tantos, que resulta que el partido de Carles Puigdemont, el señor que huyó del país oculto en el maletero de un coche para eludir la Justicia tras el referéndum ilegal en Cataluña, tiene en su mano el futuro de todos los españoles.
El sanchismo, síntoma agudo de la crisis de los cuarenta, no surgió de la noche a la mañana. Su origen se encuentra, realmente, en el crac de 2008. La clase media dejó de ser clase media y todo se fue al traste. La burbuja inmobiliaria arrasó con ella y la frustración generó monstruos como Podemos, con Pablo Iglesias obligando al PSOE a escorarse a la izquierda.
La socialdemocracia reemplazó en el fondo del armario al discurso radical de los socialistas de los años treinta del siglo pasado, con el que se vistió el PSOE de nuevo, como si el cuarentón que da bandazos en el disco-pub decide, con una terrible resaca, tatuarse un tribal en el antebrazo para reafirma su identidad.
Inevitablemente, el giro en el discurso del partido del otro Pablo Iglesias, el tipógrafo, animó a los independentistas, embridados por la derecha de José María Aznar, a echarse al monte.
Si a todo ello sumamos el desplome de la confianza en el modelo tradicional de los medios de comunicación y la tiranía de las redes sociales con sus trends, los 280 caracteres, la viralidad y los mensajes simplones pero contundentes, la polarización del debate público y la volatilidad del voto (que ya no se justifica por la ideología o interés por los programas, sino por el éxito de los eslóganes y los memes) están servidas.
La derecha también entró en crisis de identidad. Como ese ridículo varón despechado perdido con su cubata en el disco-pub y un tribal recién tatuado, resentido porque le pagan poco en su trabajo y su pareja le abandonó porque es un idiota, alternando días en los que es un ejemplar ciudadano con otros en los que aporrea la puerta del vecino migrante con la excusa de que le molesta la música alta.
La solución no es sencilla. Nos haría falta, no sé, un Ortega y Gasset. O terapia. O alguien que nos quiera mucho y nos diga que dejemos de hacer el tonto, que recuperemos el sentido común, el sentido de Estado. Que, sobre nuestra reciente tradición democrática, sellemos un nuevo pacto constituyente. Una gran alianza... O sea, estamos perdidos.