El maestro nipón, capaz de encontrar la belleza solo con dejar transcurrir la vida ante su cámara, vuelve a realizar en Kiseki (Milagro) una reverencia a la complejidad de la psicología infantil como la que le diera la gloria en la impactante Nadie sabe, pero reduciendo su sinopsis no al brutal abandono de aquella, sino a la cotidianeidad de un matrimonio separado.
“Yo de pequeño siempre estaba preocupado. Era más adulto que un adulto normal. Ahora que soy mayor me doy cuenta de que a veces hay que asumir que las cosas no funcionan y ya he aprendido a renunciar”, explica en una entrevista con Efe.
El milagro de Milagro es, por un lado, la transparencia interpretativa de los dos jovencísimos actores, hermanos en ficción y realidad, que son Koki Maeda y Oshiro Maeda, y que dan dos versiones distintas de asunción de esa realidad mucho más terrenal de lo que les gustaría. Por otro, una calidad ingrávida y exquisita.
“El hijo que se va a vivir con su madre sabe perfectamente lo que está pasando y de hecho lo entiende mejor que sus padres, pero el que se va a vivir con el padre acepta lo que está pasando e incluso disfruta de las pocas cosas buenas que tiene la nueva situación”, explica el director.
Para él el milagro es ese anhelo que nunca se realiza y que desemboca en entender el mundo tal y como es. “En principio pensé que era un título demasiado directo, pero luego me gusta que el público, al ver que ninguno de los deseos imposibles se cumplen”.