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Jueves 14/11/2024
 

Arcos

“Siempre he sentido la ayuda de Dios”

Don Manuel Rodríguez Salas celebra entre los arcenses sus cincuenta años de sacerdocio

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  • Don Manuel. -

Quedamos a las doce, en las oficinas de su Parroquia, y llega con puntualidad milimétrica. "Me gusta ser muy puntual", me dice. Llega con una camisa blanca, inmaculada. Como yo no soy puntual, sino que me gusta adelantarme a las citas, llego antes, sobre menos cuarto, lo que me da tiempo para hablar un poco con mi amigo Andrés Ceballos, que echa una mano a Don Manuel en la burocracia de la Parroquia. Andrés y yo comentamos los inicios de la Parroquia, hablamos del barrio de San Francisco de los años sesenta, y al final, dando las doce, llega Don Manuel.
Una vez escribí que no puedo leer el Nuevo Testamento sin oír la voz pausada, clara, honesta, de Don Manuel. Cuando era niño oía de su voz la voz de los cuatro Evangelistas, y ahora, cuando quiero leer, él es quien me lee, su voz es la que me suena en el silencio de la lectura.
Y resulta, Dios mío, que de eso hace ya casi cincuenta años. Resulta que don Manuel se ordenó sacerdote el 15 de junio de 1964, y tras once meses de coadjutor en la Parroquia de San Pedro, se hizo cargo de San Francisco en septiembre de 1965, donde permaneció hasta que fue trasladado a una parroquia de El Puerto de Santa María, para volver luego de adscrito al sacerdote Don Antonio Castillo, y actualmente, de nuevo, a dirigir la Parroquia, su Parroquia.
Antes de empezar la entrevista repasa la correspondencia, que le aguarda sobre la mesa. Abre una carta del religioso arcense Ernesto de la Rosa, y se emociona con su lectura en voz alta. Está muy sensible, muy sensible y sonriente, y damos principio a la entrevista, él a un lado de la mesa, y Andrés y yo al otro.

—Cincuenta años de su ordenación sacerdotal. ¿Cuándo sintió la llamada de Dios?
—Sentí la llamada de Dios con diez años. Me eduqué en La Salle, en Sanlúcar de Barrameda. Allí estaba el Seminario menor de Sevilla, y me gustaba observar a los seminaristas. Con once años le dije a mi padre que quería ser sacerdote. Pero no sólo a mi padre, también se lo dije al párroco. Hablaron los dos, mi padre y el párroco, y al final mi padre accedió a mi deseo. Empecé Humanidades Clásicas, algo parecido al Bachillerato de entonces y de ahí en adelante fui complementando mis estudios hasta que el 15 de junio de 1964 fui ordenado sacerdote en Sevilla, de manos del Obispo Don José María Bueno Monreal. Supongo que toda maduración tiene sus periodos de dudas, algo que por otra parte es propio de los momentos anteriores a tomar una decisión de por vida, como es la del sacerdocio. Pero me llamaba Dios y yo acudí.


—Medio siglo es toda una vida ¿Ha habido momentos de decaimiento, de duda, de flaqueza de fe?
—Dudas en la vocación no, pero sí cierto decaimiento, cierta pesadez ante la Pastoral, sobre todo cuando el rostro cristiano ha ido desapareciendo del mundo. Nunca he tenido deseos de dejarlo, pero sí he tenido que hacer frente a interrogaciones. Eso continúa durante toda la vida, porque la respuesta hoy a la acción pastoral es pobre, y desanima. Pero yo siempre he sentido la ayuda de Dios, y si se analiza lo que es la vocación resulta que no es más que una llamada. A mí me llamó Dios y yo dije sí.


—¿Cuando usted se ordenó sacerdote, acababa de morir Juan XXIII y nuestro Papa era Pablo VI. Desde entonces hemos tenido al breve Juan Pablo I, al carismático Juan Pablo II, al ortodoxo Benedicto y al humilde Francisco. ¿Qué ha cambiado la iglesia desde aquel 1964?
—La Iglesia no ha cambiado; lo que ha cambiado ha sido el mundo, y el Espíritu Santo siempre ha puesto al frente de la Iglesia al Papa que ha necesitado el mundo. Cada Papa con su peculiaridad, por supuesto. Ahora se están reconociendo los valores de Pablo VI,  sin duda se valorará al humildísimo Benedicto, y a Francisco, que en el mejor sentido es un cura de pueblo.


—Usted es, por antonomasia, el cura de San Francisco. ¿Cómo han cambiado los feligreses en estos cincuenta años? ¿Cómo ha cambiado el barrio?
—El barrio se ha multiplicado. Antes la acción pastoral era muy fácil, primero porque se inauguraba la parroquia y eso a la gente le gustaba. Recuerdo con alegría cómo haciendo el fichero parroquial, casa por casa, tuve ocasión de conocer a todos los vecinos. Ahora mismo estamos en un mundo distinto; en aquella época había una espiritualidad que se ha ido perdiendo por desgracia. El mundo se está secularizando, anteponiendo muchas cosas a Dios. Es un fenómeno más de los grandes núcleos urbanos, mucho menos en los pueblos. Mención aparte merece la Semana Santa, una manifestación de religiosidad popular que debemos atender, cuidar y aprovechar para llevar a Dios al centro de la sociedad.


—Juan Pablo II fue un Papa que, en estos tiempos donde parece que el cuerpo es sólo un instrumento de placer, paseó por el mundo su decrepitud, su dolor físico, dando con él un testimonio de fe. Usted, por otra parte, es también un hombre que no goza de buena salud. ¿Cree en el valor moral del dolor, de la vejez y el deterioro físico como una imagen del amor de Dios?
—Sí, rotundamente. Dios va llevando con cada persona una pedagogía muy concreta. Yo sentía pena por Juan Pablo II y me admiraba de su fortaleza espiritual. Yo ahora estoy cansado, pero siento que Dios me da fuerza. No me esperaba volver a ser párroco (aquí quiero hacer un paréntesis para decir que el sacerdote que me va a auxiliar es don Salvador Marín, una gran persona y un gran sacerdote). Ahora que las fuerzas no me acompañan, pido a los amigos que me lleven en coche a ver a los enfermos, que es un mandato religioso que siempre he seguido con alegría.


—Francisco, ya desde su nombre, se ha convertido en poco tiempo en el Papa de la humildad, un Papa que lo primero que pidió fue que rezáramos por él. Usted también pide a sus feligreses que recemos por Don Manuel el cura. ¿Cree usted que este Papa, tan humilde, va a conseguir una Iglesia más volcada en la pobreza, en la humildad?
—Yo creo que sí. No sé si él podrá ver sus frutos, pero está removiendo la conciencia de la gente culta y menos culta. Se encuentra uno con gente humilde que da unas definiciones de este Papa que son para pensárselas, de atinadas que son.


—Nos han dicho que anda usted muy fácil de lágrima, que se emociona con frecuencia cuando le hablan de los preparativos de este homenaje por sus bodas de oro con la Iglesia. ¿Qué recuerda con más cariño de todo este tiempo?
—En la vida sacerdotal se recuerda todo con cariño. Recuerdo el tiempo que estuve en San Pedro de coadjutor. Fue mi "luma de miel". Fueron once meses junto al párroco, Don Miguel Rodríguez, en los cuales tuve un gran aprendizaje práctico. Don Miguel era un gran párroco. En la Pastoral hay muchas cosas que agradan: por ejemplo cuando se visita a un enfermo y la familia te acoge con cariño y respeto, y el enfermo acepta los sacramentos. Es todo un gozo, o también cuando ves personas que han estado tiempo sin frecuentar los sacramentos y ves que regresan. Entonces uno dice: esto no es obra mía, sino de Dios. Dios me ha ido siempre precediendo y dando seguridad y alegría a mi labor.


—Cuando fue trasladado a una iglesia de El Puerto de Santa María, el pueblo quiso rebelarse para que se quedara en San Francisco. Usted, con la debida obediencia, aceptó la orden del Obispo, porque un cura no es cura para estar cómodo, sino para llevar la Palabra. ¿Qué recuerda de aquella época?
—Para mí fue inesperado, como inesperada fue la muerte de mi antecesor en aquella iglesia, don Ramón, que murió repentinamente después de oficiar una misa. Me costó mucho irme, pero lo pensé y acepté, como no podía ser de otra forma. En el Puerto estuve muy bien, era una buena parroquia y después sentí irme de allí. Por mi estado de salud pedí al Obispo, Don Juan del Río, que me mandara a Arcos, de adscrito a Don Antonio Castillo. Han sido cinco años, pero ahora, ante la escasez de sacerdotes, el Obispo me ha pedido que sea Párroco de nuevo. Al principio lo he pasado mal porque no estaba ya habituado a tanta responsabilidad. No se tiene la misma fuerza ahora que hace años, y eso me crea problemas de conciencia, porque no sé delimitar si mi falta de fuerzas desmerece el servicio. Pero el Señor juzgará. El día que no pueda más, se lo comunicaré al Obispo, pero mientras tanto aquí estoy.


—Cuando su inseparable Joselito Zambrano murió en un accidente, a usted se le vio envejecer en veinticuatro horas. ¿Cómo era realmente aquel ser bueno e inocente? (Cuando le formulaba la pregunta Don Manuel se ha emocionado. Ha sido oír el nombre de Joselito y acudirle el llanto a los ojos. Cuando consigue reponerse nos cuenta:)
—Joselito era mi hermano, mi acérrimo defensor, una persona que vivía para la Parroquia, que quería a la Parroquia más que nadie. Y a mi me quería con locura. Yo me iba tranquilo porque sabía que él estaba pendiente. Unos meses antes de morir -él murió en marzo, el noviembre antes- le habían concedido una Medalla a las personas que sirven a la Iglesia, y el Obispo Don Rafael Bellido le impuso la condecoración. Tanto Joselito, como el Obispo, como yo y todos los asistentes estábamos felices y orgullosos.


—¿Qué tiene Jesucristo para que dos mil años después de su venida, cuando tantas ideologías han caído, siga vigente y formando parte de nuestra cultura y de nuestro corazón?
—Fundamentalmente su divinidad. Jesucristo es Dios y es eterno, no tiene ni principio ni fin. Se hizo hombre, pero ya está resucitado y es Dios encarnado. No tiene filosofía, ni ideología rebatible y cambiales, sino que tiene lo elemental: una Vida vivida y entregada.


—Hasta aquí el decálogo que le hemos planteado. Pero seguimos hablando y como colofón nos dice que está muy contento de su medio siglo en este pueblo, que lo vio nacer como cura. Y termina pidiendo perdón: perdón a todas aquellas personas que hayan podido sentirse defraudadas con él. Don Manuel sonríe con la bondad de los entregados, de los que cumplen una misión y la cumplen con gozo, con inquebrantable compromiso. Nos despedimos de él y de Andrés, y bajando la calle San Francisco me doy cuenta de que voy rememorando en silencio aquellos años sesenta de mi infancia, cuando bien con mi abuela, a las oscuras misas de difuntos, o bien en la alegre y matinal misa de los domingos, oía la voz de Don Manuel leyendo el Evangelio según San Juan, o San Mateo. Recuerdo que empezaba siempre así: "En aquel tiempo...".

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