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Lunes 18/11/2024
 

Arcos

Cenizas 'poéticas' por los Difuntos

El escritor arcense Pedro Sevilla ha presentado en el teatro Olivares Veas su nuevo poemario ‘Serán ceniza’. El autor se hizo acompañar del poeta jerezano y editor de la obra, José Mateos; del alcalde arcense y amigo Isidoro Gambín y de su presentador, el redactor de este reportaje..

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  • En la presentación de la obra. -

¿Quién no ha pensado alguna vez en su propia muerte? ¿Quién no ha pensado en lo que viene después de la muerte, si es que algo viene…? Sólo nos une a este mundo la vida, y no sabemos si nuestra eternidad estará sentada al lado de un viejo con barba blanca que puede ser Dios, o si nuestro cuerpo sólo será alimento de otros seres aún vivos. Sí, la muerte nos obsesiona, la miramos cada día a través de la enfermedad, de un accidente, de la guerra... Lo que sí es una certeza es que seremos ceniza, que algún día moriremos sin más y que sólo seremos, en el mejor de los casos, un recuerdo. Pero la ceniza es más que un puñado grisáceo que poder esparcir al viento; sirve, dicen, como abono para que las plantas crezcan, maduren y vivan. La ceniza es también vida para la vida, partículas minúsculas que han calcinado toda una existencia pero que conservan energía que regalar a otros.


Dice Pedro Sevilla que su nuevo poemario es “un canto a la vida y a la esperanza”, y que el título del libro no es ni mucho menos un homenaje al implacable hecho de la muerte. Sólo –asegura—ha querido rendir su particular homenaje a los versos de Francisco de Quevedo que abren la obra: “Serán ceniza, mas tendrán sentido./ Polvo serán, mas polvo enamorado”.


‘Serán ceniza’ acaba de ver la luz del mundo de la mano de la editorial jerezana ‘Canto y Cuento’ que dirige el poeta amigo de Pedro Sevilla, José Mateos. Lo hace con el apoyo financiero de la empresa aseguradora DKV dentro de su colección de Poesía. Su propuesta son veintisiete poemas que aterciopelan el papel de sus casi ochenta leves páginas. Porque su poesía no pesa, sino que alimenta, es compañera y amiga.


Mi madre suele decir que “¡Ay que ver, con el tiempo que se echa en cocinar, lo rápido que se acaba todo!”. Pedro ha tardado casi cinco años en guisar estos versos, desechando dudosos despojos  y tamizando la esencia de su poesía, amasada con la base de las vivencias. Me refiere a este respecto que un poema no es un ejercicio espontáneo, que no brota por sí solo y que, como la fruta, debe madurar. La paciencia, por tanto, preside este trabajo con secuelas y un cierto recuerdo a obras anteriores, tanto en prosa como en poesía.


Pedro Sevilla se confiesa sobre todo poeta cuando le entrevisto sobre su penúltimo libro, la novela ‘Los relojes nublados’, donde nos sumerge en las tinieblas del alcoholismo y nos sube a la montaña de la esperanza con el vértigo de una atracción de feria. Poeta porque sabe que es mejor decir mucho con poco que poco con mucho, aunque en él la novela sea un ligero paseo sin la mochila llena de páginas que nunca acaban. 


También suele decir el autor, con gran humildad, que debe su ser poético a Arcos, porque el pueblo, como figura sempiterna de la existencia, con sus cambios y sus desafíos, es el inevitable escenario de su experiencia humana, de su vida. A Arcos le debe posiblemente la vocación poética que le nació siendo un joven rebelde, a su admirada generación literaria de los cincuenta, al grupo Alcaraván y, sobre todo, a nuestro paisano Julio Mariscal. Pero no, Arcos es mucho más;  no sólo un conjunto de construcciones alrededor del tajo de su peña y un manantial poético, es el lugar donde vivimos y morimos, por donde vuelan nuestros sueños y nuestras penas, todo aquello que nos guía la mano para escribir. Y escribir, según Pedro, es “sembrar”.


La obra de Pedro está sembrada de Arcos, de su belleza y costumbrismo, de sus olores, colores y sabores. ¿Cómo iba el autor de este ‘Serán ceniza’ dejar de contemplar un amanecer sobre las torres centenarias que circundan su azotea?: “… y en la barroca torre de la iglesia/ la eternidad se expande,/ con sus alas de bronce, y da una hora. El sol ya declinante,/ lo va llenando todo de una luz casi líquida/ que te evoca los libros escolares,/ viejas ilustraciones/ de sabidos paisajes/ donde reconocías el trigo rubio,/ la morada aceituna,/ los pinares…”.  O los versos del poema ‘Tiempo dentro del tiempo’, donde, de la mano de la amada, nos dice: “Ya el verano vencido, con los oros suaves/ de la tarde de agosto, qué alegría, Josefa,/ salir contigo al campo, al fugitivo río/ hecho de tiempo y agua que se aleja y se queda,/ subir luego, despacio, huéspedes de la luz,/ y asomarnos arriba, en la plaza soleada,/ a las profundidades azules de La Peña”. Y escribe, como justificación a ese “Arcos, te lo debo todo” La Peña con mayúsculas.


Arcos, por tanto, pero también el amor. Basta abrir este ‘Serán ceniza’ y leer un escueto: “A Josefa Sánchez”. Por eso el libro nos habla de la esperanza, porque ¿qué es el amor sino esperanza? Esperanza en el prójimo, esperanza en el futuro. El amor y la extraña belleza de lo cotidiano: “… mientras tus manos mullen la tierra en las macetas/ para sembrar como quien duerme a un niño,/ como quien tapa a un muerto,/ plantones de geranios, de endebles gitanillas,/ de romero./ Luego, cuando terminas,/ con las manos de tierra y el rostro iluminado,/ preguntas si me gusta,/ y te sonrío./ Cómo no ha de gustarme, Josefa,  si es lo mismo/ lo que tú haces conmigo cada día,/ lo que haces con mi alma…”.


No crean ustedes que Pedro Sevilla deja de ser, por enamorado de su pueblo y de Josefa, persona retraída a la hora de subir a un avión literario. ‘Serán ceniza’ es, por qué no, un libro de viaje, un puñado de fotografías de lugares exóticos donde los sentidos afloran, y donde la poesía, sin más, se hace necesaria para completar el álbum. Fotografías en color, como los del cercano y lejano al mismo tiempo Marruecos, o fotografías en sepia, tomadas a golpe de verso sobre las lápidas de románticos cementerios: “Aquí, donde los hombres/ alzan mármol y bronces admirables,/ soñando perdurar más allá de la muerte,/ yo te prometo Li,/ niña china que hieres mi abierto corazón/ mirándome risueña desde la foto que alguien/ grabó sobre tu lápida,/ que aunque sea en la inestable memoria de estos versos,/ tan sólo tu sonrisa será eterna”.  Titula este poema ‘Cementerio de Père-Lachaise, París’.  Este gigante cementerio es un lugar de habitual paseo de los finos parisinos, donde descansan los muertos y anidan los pájaros sobre centenarios árboles.
Leyendo a Pedro, evoco a un pintor conocido. Se me antoja un Van Gogh que busca su fatal destino después de la experiencia de descubrir el color: “Estos dulces membrillos,/ otoñales también como nosotros,/ que cogieron tus manos esta tarde,/ aún conservan la esencia de los astros,/ la memoria amarilla del verano./ Con ellos, este amor/ que hoy, nueve de septiembre, celebramos,/ guarda esencia, calor, memoria viva/ de una llama más alta que nosotros,/ y ahora brilla en la noche oscura de los años,/ encendida costumbre, faro insomne/ frente a la mar del tiempo,/ frente a las negras barcas de la muerte”. ¿Van Gogh -su color- o Wagner -música para la tragedia?
Tal vez la peor tragedia sea verse muerto en vida, atisbar el fin, alimentar la incertidumbre… y hacer de ello poesía: “Tras un cruel verano de agujas y de fiebre,/ preso en la estrecha cárcel del dolor,/ huyendo de la muerte entre sábanas blancas,/ y ángeles blancos,/ y anestesias blancas,/ qué bello es regresar / cuando inicia septiembre su colección de oros,/ y emocionarse con las cosas que juntas son la vida:/ el grávido planeta de un tomate que huele/ a huerta fresca y tiempo;/ el fulgor de este sol que aún nos hiere/ o la cebolla que alguien/ está friendo ahora en la cocina/ y cruje perfumando de honradez nuestra casa./ Y bello, sobre todo, emocionarse con tus manos,/ únicos pájaros/ que he podido mirar este verano/ y que ahora me enjugan/ estas felices lágrimas del rostro”.


Me fijo ahora en el Pedro Sevilla, tal vez, más existencialista, para, leer dos poemas que, como es característico en él, enlazan la vida con la muerte, con un escrupuloso orden cronológico y con terrible certeza. El primero es ‘Búsqueda eterna’, y dice: “Como se entra en los muslos que uno ama,/ con turbación y miedo,/ buscando salvación, placer, ternura/ consuelo, vida, muerte,/ así he entrado en los libros,/ abriendo, acariciando, desgarrando,/ en busca de palabras sanadoras,/ de signos, de senderos luminosos,/ asaltándome siempre,/ muy dentro del abrazo o el poema,/ la misma pesadumbre,/ el mismo hondo silencio”.


El segundo, que es el poema final, nos reafirma que ‘La luz es verdad’: “Todo ha sido verdad/ aunque pasó en el tiempo./ Me lo dice la rosa, su perfume amoroso,/ o el pájaro, alta lumbre que vuela, canta y tiembla:/ todo ha sido verdad porque es amor./ Cómo va a ser mentira ese chiquillo/ jugando en los maizales de un verano,/ llenándose las manos de mazorcas de oro./ Cómo va a ser mentira/ aquel adolescente,/ loco su corazón tras unas trenzas./ Todo ha sido verdad, todo es verdad./ Todo ha sido verdad/ porque es creación constante,/ sagrado afán de luz/ que se expande en el tiempo/ para llenarlo todo de sentido./ Para llenar La Nada de sentido”.

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