Intentaba reflexionar hace días sobre la mediocridad de los políticos que luchan por ocupar o mantener sus poltronas en las próximas elecciones que se avecinan. Unas listas en las que el mérito necesario para aparecer en ellas es matar vacas, vestir de caqui, ser un padre mediático o el hijo torpe de un político brillante. Ninguna de esas “virtudes” garantiza tener una mente preclara, voluntad de servicio y los conocimientos necesarios para conducir un país, pero al parecer hemos pasado de competir por ver quién tenía más masters a un casting para Gran Hermano.
La política debería estar reservada para las cabezas más brillantes y valientes, capaces de hilar ideas que vayan más allá de vivas a España o al Rey, capaces de crear propuestas novedosas y beneficiosas para todos, y no para una sarta de gallos casposos que se reparten ministerios. Debería acceder gente que, con experiencia o sin ella, hagan del servicio al ciudadano su objetivo, a las que no les importe su sueldo, sino el mío.
En esas disquisiciones andaba cuando caí en la cuenta de que de donde no hay, no se puede sacar. De un país en el que un libro es un calzo para la mesa coja del salón, no puede esperarse otra cosa. De una sociedad mediocre sólo podemos sacar políticos mediocres. Las mejores mentes, o están en el exilio forzoso o se las confina en una educación decimonónica que destruye la creatividad, la competitividad y la excelencia.
Ésta es una sociedad con unas tragaderas como jamás se han conocido, capaz de traspasar sin la ayuda de un vaso de agua cualquier tipo de escándalo. Somos capaces de acostarnos tan tranquilos después de saber que desde el Gobierno y sus cloacas se han construido pruebas en contra de un enemigo político. Dan igual las siglas, o deberían darnos igual. Porque cuando se ataca a la democracia, se nos ataca a todos. Sin excepción.
Puede parecer hilarante, pero un Parlamento en el que sólo falta el bombero torero, una folclórica de oscuras y profundas patillas y un tertuliano de Sálvame, es para echarse a llorar. Parte del trabajo ya está hecho, con humoristas, actores y alguna que otra bolsa de acelgas congeladas con traje. Sólo hay algo en lo que estoy de acuerdo: en que ellos son los auténticos representantes del pueblo español.