Escribo estas lineas mientras reflexiono qué hacer el domingo, y esto lo leerá el lunes, una vez nos hayamos levantado con gobierno, con intenciones de gobierno, o con un caos aún mayor del que la incompetencia de nuestros líderes han provocado.
Sé en qué país me acuesto, pero no en el que me voy a levantar. Desconozco si será más progresista o retrocederemos en derechos y libertades. Ignoro si tendré que comprarle a mi sobrino una canana que pueda llevar al hombro un niño de 5 años, si mis amigos gays podrán decir que lo son de las puertas de su casa hacia afuera, si algún amigo periodista verá su trabajo limitado y vetado, o si algún conocido no podrá votar porque su partido ha sido ilegalizado por sus ideas independentistas.
Lo que sí siento con absoluta seguridad es que nada volverá a ser igual. Hablar de política se ha convertido en poco menos que en una nueva entrega de Sálvame, pero con peor educación y menos argumentos. Discrepar e intercambiar ideas se ha transformado en un coloquio futbolero, en el que te ríes del contrario cuando pierde, te enojas, te cabreas y clamas contra la persecución arbitral cuando el que pierde es el tuyo.
No defendemos ideas en abstracto. Se defienden colores. Da igual que los tuyos hayan robado, estén sentados en los banquillos, pero en los judiciales, que les hayan pillado mintiendo una y otra vez, que hayan defraudado tus convicciones. Importa un pimiento que te meen en la cara, si al final te dicen que es una lluvia dorada, y te crees que es lluvia, y ademas dorada. Hasta te alegras. Se mantiene una fidelidad a ultranza, mayor que a la empresa, a la pareja, a las amistades. Y ay de aquel que intente hablar mal de los tuyos, que los defenderás a capa y espada, sacarás tu argumentario repetido hasta la saciedad, un argumentario que probablemente no habrás ni verificado ni comprobado, ni, la mayor de las veces, comprendido. Qué más da. A los míos, con razón o sin ella.
Somos forofos, pero cada día más cercanos a esos grupos de hinchas que quedan para darse de hostias en un descampado, energúmenos que se esconden en banderas y escudos como excusa para desatar su mala baba.
Hoy me acuesto pensando en que, si tengo que elegir, prefiero que no ganen los míos, si a cambio no perdemos todos.