Movistar -en su origen, Canal+- dio un paso al frente, pero sobre todo diferente, cuando decidió apostar por la ficción televisiva. Lo hizo con las excelentes Crematorio y ¿Qué fue de Jorge Sanz?, con las que marcó y definió su propio territorio frente al resto de producciones nacionales, y con las que demostró que lo de hacer series iba de otra cosa. Sus más recientes producciones son herederas de ese espíritu -Arde Madrid, Hierro, Vergüenza, Félix, El día de mañana-, aunque ni Movistar es infalible, y ahí están los sonados fracasos de Instinto o Justo antes de Cristo, ni es ajena a la necesidad de contar con estandartes comerciales -La peste,Velvet-, ni a la de exprimir algunas producciones que, pese a compartir un claro compromiso creativo inicial, han sucumbido a la presión de una segunda parte, caso de Gigantes y, ahora, de El embarcadero.
La serie creada por Álex Pina y Esther Martínez Lobato fue uno de los grandes hallazgos del pasado año, a partir de un inteligente ejercicio de condensación de géneros y estilos. Lo tenía todo: una buena historia, una correcta interiorización de personajes, escenarios enfrentados; tenía intriga, romance, erotismo, drama, gusto por la ambientación, por la elección musical -gracias por descubrirnos a Travis Birds- y una gran puesta en escena, sostenida en unas buenas interpretaciones, en las que han terminado sobresaliendo Irene Arcos, Marta Milans y Verónica Sánchez -por este orden-.
La primera temporada terminó como deben terminar las grandes series, y no me refiero a las incógnitas que dejó en el aire, en previsión de una continuación, sino con la sensación de que todos sus personajes seguirán adelante con sus propias vidas en una ficción imaginada cuando terminen de salir los créditos.
La segunda hace saltar todas esas expectativas por los aires con un guion a ratos ridículo y reiterativo que hace aguas por todos lados y naufraga en el desesperado intento por mantener el interés durante ocho tediosos episodios sin otra conclusión que la de acompañar a los personajes a un ejercicio de redención frente al mayor de sus pecados: el egoísmo. Pues vaya chasco.