No existe lugar más atractivo para sembrar mitos que el corazón humano, enraízan y sobreviven en este órgano latiente como en ninguna otra parte del cuerpo.
Desde la antigüedad, la Mitología ha forjado sólidos mitos que la Literatura supo embellecer y difundir por doquier.
Según la RAE, “Mito es un relato o noticia que desfigura lo que realmente es una cosa y le da apariencia de ser más valiosa o más atractiva”.
En su libro Mito y Realidad, el conocido filósofo rumano Mircea Eliade describe el mito como una “realidad cultural compleja que puede ser abordada e interpretada desde perspectivas múltiples”.
No podemos evitar que los mitos nos cautiven con sus atractivos y aparentes beneficios.
Derribar un mito no es tarea fácil, especialmente si está relacionado con la salud o la dieta, cosas bien distintas. Para ello, es primordial contar con espíritu crítico, curiosidad e interés científico, conocimiento del tema, inconformismo ante la falta de evidencias, análisis profundo de la bibliografía especializada, respeto del método científico y, por supuesto, apertura de mente para aceptar un “quizás”. Asimismo, es preciso disponer de cierta tolerancia ante las críticas de sus fieles creyentes, inmovilistas e interesados, que no escatimarán aportaciones seudocientíficas para contrarrestar a los atrevidos detractores. El mejor andamiaje de cualquier mito reside en sus innegables espacios de comodidad, bienestar o placer.
Demoler mitos centenarios constituye una aventura apasionante, que merece la pena cuando el objetivo principal es evitar los daños colaterales ocultos entre sus encantos.
Podríamos comenzar con uno de los imbatibles, el más dulce de todos los mitos.
MITO – El azúcar es muy buena para el corazón
Nadie podría negarlo, la glucosa -azúcar- representa el substrato energético principal del corazón humano; sin glucosa no funciona bien, va perdiendo su fuerza contráctil, imprescindible para poder intercambiar los gases sanguíneos -oxígeno y anhídrido carbónico- y distribuir las sustancias energéticas por todos los rincones de nuestro complejo organismo.
El azúcar se convirtió en mito por mérito propio, simplemente, porque es deliciosa y necesaria; todos los alimentos que la contienen nos atraen. Enfrentarse al azúcar no es tarea menor, bien vale aportar razones científicas sólidas para no salir malparado.
Ante todo, es necesario recordar los diversos tipos de azúcar que consumimos en nuestra dieta.
Como sabemos, los azúcares son hidratos de carbono, también denominados carbohidratos o glúcidos, nutrientes que tienen una función energética inmediata y otra de carácter estructural cuando se depositan. Sus moléculas están constituidas por carbono, hidrógeno y oxígeno, pudiendo también contener nitrógeno, fósforo o azufre.
Azúcares naturales
La glucosa es un monosacárido que incrementa de forma inmediata la glucemia -glucosa de la sangre-, más que cualquier otro glúcido. Todas las células del organismo, como los cardiomiocitos –células musculares del corazón-, utilizan la glucosa como combustible energético principal, utilizando unos transportadores específicos -GLUT2, GLUT3 y GLUT4-.
La fructosa es otro carbohidrato monosacárido -isómero de la glucosa (C6H12O6)-, muy abundante en la naturaleza, contenida en las frutas, verduras y miel. Es el azúcar por excelencia, con gran poder edulcorante; su capacidad para elevar la glucemia es muy inferior a la glucosa, siendo el edulcorante favorito de la industria alimentaria por su bajo coste y su máximo dulzor. La fructosa constituye el azúcar natural más beneficioso y saludable para el organismo.
Azúcares añadidos
Se trata de carbohidratos disacáridos -compuestos por dos monosacáridos-, como la sacarosa (C12H22O11), lactosa (leche y productos lácteos) o la maltosa (malta).
Son azúcares que se agregan a cualquier producto en el momento de su consumo, como azúcar de mesa -café, té-, para cocinar en casa y restaurantes, así como en la producción de alimentos industriales.
El azúcar común es la sacarosa (fructosa + glucosa), empleada para el consumo diario y la elaboración de múltiples productos alimenticios como cereales, salsas, yogur, pastelería, repostería industrial o bebidas refrescantes. La sacarosa se obtiene principalmente de la caña de azúcar (70%), la remolacha (25%) y, en menor cantidad, del maíz, jarabe de arce y el sorgo dulce, de cuyos vegetales es purificada y cristalizada por la industria azucarera.
El placer: recompensa del cerebro
Los alimentos que contienen azúcar nos atraen porque obtenemos cierto grado de satisfacción desde el “sistema de recompensa cerebral”. Este asombroso circuito, compuesto por cinco áreas del encéfalo, tiene un funcionamiento multifactorial con la finalidad de regular las emociones (amígdala encefálica), liberar neurotransmisores (área tegmental ventral y glándula pituitaria), controlar la dopamina (núcleo accumbens) o regular las funciones musculares (cerebelo).
Este sistema de recompensa se activa ante los estímulos externos y envía sus señales a través de las conexiones neuronales, liberando unos neurotransmisores -dopamina, oxitoxina y endorfina β- responsables de las sensaciones placenteras.
Este sorprendente sistema cerebral responde siempre a las gratificaciones naturales de supervivencia básica como comida, agua y sexo, mediante una sensación inmediata de placer. A partir del aprendizaje -natural o adquirido- tendemos a procurar que estas sensaciones agradables vuelvan a producirse en el futuro.
La sensación de bienestar, obtenida por el consumo de azúcar como regalo del sistema de recompensa, puede terminar convirtiéndose en una adicción, ya que para obtener el mismo nivel de placer, se va necesitando consumir una mayor cantidad de azúcar.
El dulce veneno
La sobrecarga de azúcar añadida -no contenida en los alimentos naturales- incrementa el trabajo del páncreas, exigiéndole mayor producción de insulina, hormona encargada de sintetizar y descomponer las moléculas del azúcar y hacerlas digeribles por el organismo. Cuando la cantidad azúcar es excesiva, la insulina circulante no es capaz de descomponer tantas moléculas, por lo que el cerebro empieza a aportar su propia insulina tratando de resolver esta situación.
Se ha descubierto que el exceso de azúcar en el encéfalo desencadena una elevada producción de dopamina y opiáceos naturales, reduciendo la función de los receptores de dopamina que provoca una estimulación neuronal excesiva y cierta desprotección ante los posibles daños cerebrales.
Mergenthaler P, et al.: "Sugar for the brain: the role of glucose in physiological and pathological brain function Trends Neurosci. 2013;36(10):587-97
Nuevos hallazgos científicos Mayo Clinic E-Newsletter, 2020 demuestran que el excesivo consumo de azúcar añadida puede llegar a producir cierta inflamación del encéfalo provocando reacciones emocionales anormales.
Gran parte de la glucosa contenida en la sangre, procedente de los azúcares añadidos, es convertida en triglicéridos por el metabolismo del hígado. Los triglicéridos son las moléculas grasas más comunes en el cuerpo, ya que proporcionan su energía. Cuando la cantidad de triglicéridos es superior a las necesidades orgánicas, son almacenados en los tejidos adiposos, para cuando el organismo los necesite. Mientras tanto, estos triglicéridos pueden ir dañando el endotelio -recubrimiento celular del interior de las arterias coronarias y cerebrales-, ocasionando una progresiva obstrucción de estos vasos sanguíneos con serias consecuencias, como el infarto de miocardio o ictus cerebral.
Desde hace años, múltiples evidencias científicas demuestran que el consumo reiterado de productos muy azucarados origina una disfunción del metabolismo de los lípidos, con el consiguiente sobrepeso y obesidad que favorecen la aparición de diabetes tipo 2.
Sorprende como el consumo excesivo de azúcares añadidos, con efectos tan nocivos para el corazón, haya pasado desapercibido durante tantos años, quizás enmascarados por las propiedades cardiosaludables de la fructosa, excelente azúcar natural.
No se informa convenientemente que todo excedente de azúcar añadido no utilizado para cubrir las necesidades energéticas del cuerpo, se convertirá en grasas.
La Organización Mundial de la Salud recomienda que limitemos el consumo de azúcar añadida a un máximo del 10% del total de las calorías diarias, equivalente a 25 gramos/día -unas 6 cucharaditas diarias-, cantidad que superamos con mucho en el consumo habitual en los países desarrollados.
https://www.who.int/mediacentre/news/releases/2015/sugar-guideline
España ha llevado a cabo varias campañas tratando de reducir el consumo de azucares añadidos entre la población infantil y juvenil, alertando especialmente sobre el alto contenido de azúcares contenidos en las bebidas refrescantes.
La obesidad infantil es favorecida también por la falta de ejercicio físico y la alimentación con altas cantidades de carbohidratos, grasas animales y grasas trans -AGT-. Estos ácidos grasos insaturados se forman en el proceso de hidrogenación industrial, al transformar el aceite líquido en grasa sólida que es muy dañina para el corazón.
Este artículo de divulgación científica no pretende que tomen el café amargo, solo que reduciendo “poco a poco” la cantidad de azúcar añadida se descubre el agradable sabor del café o té, encubierto por el potente dulzor de la sacarosa.
Como siempre, el término medio suele ser terreno seguro: No hay que “amargar” ni “empalagar” la vida.
Y así, de paso, protegemos nuestro corazón que no merece que lo envenenemos con cositas tan dulces.
“Nunca amarga el manjar por mucho azúcar echar” – Refrán español