El género documental ha estado presente en la trayectoria cinematográfica de Martin Scorsese como una constante. En total acumula más de una docena, que es una cifra bastante considerable para un realizador que debe su popularidad al cine de ficción, pero que ha encontrado en la no ficción la oportunidad de acercarse a otra gente del cine, de la música y de la cultura en general, gente de enorme talento, a las que rinde tributo a partir de sus propias afinidades, a la par que como renovador del género en sí mismo, explorando diferentes aspectos narrativos. Desde El último vals (1978) hasta Rolling thunder (2019), su segundo trabajo sobre Bob Dylan, Scorsese nos ha legado excelentes retratos, como los dedicados a George Harrison (Living in the material world), Elia Kazan (Una carta a Elia), los Stones (Shine a light), el cine italiano (Mi viaje a Italia), o el blues (Nostalgia del hogar).
Hace una década se apoyó en la escritora Fran Lebowitz para llevar a la pantalla Public Speaking, en el que recogía sus intervenciones en un ciclo de seminarios y conferencias. Ahora, poco más de diez años después, repite la experiencia con su protagonista, aunque en formato de serie documental, en Supongamos que Nueva York es una ciudad, producida por Netflix, y en la que, a través de siete capítulos, de índole temático, asistimos a las reflexiones, impresiones y experiencias vitales de Lebowitz a partir de su vinculación con la gran manzana.
La serie tiene siete capítulos como podría tener 25, puesto que en el momento en que la célebre escritora y articulista empieza a hablar no hay quien la detenga. Que lo haga de una forma brillante, sarcástica, cómica, concluyente y nada convencional es lo que convierte al nuevo trabajo de Scorsese en una amena rareza televisiva, en la que intercala las conversaciones rodadas en el sótano de The Players, con paseos por las aceras de la ciudad, museos, librerías y material de archivo de las public speakings. Fran Lebowitz tiene una respuesta para todo, una opinión para todo y una inquebrantable visión sobre la vida y lo vivido, y Scorsese trata que esa fascinación que él mismo siente por ella se contagie en el espectador, sin mayor magia que la de la personalidad de su protagonista y la de su propia palabra -“piensa antes de hablar, lee antes de pensar”, es su cita más célebre-. Basta con sentarla a una silla; como hizo David Trueba con Fernán Gómez en La silla de Fernando, otro talento al que daba gusto escuchar.