COLABORACIÓN COORDINADA POR EL ESCRITOR PEDRO SEVILLA
Lunes Santo
Mi madre me dio a la luz un Lunes Santo en la calle Corredera, en la casa que se cuela por mis sueños sin previo aviso como ninguna casa de las que he habitado, entonces no podía saber que ese día sería importante a lo largo de mi vida. De pequeña, en vísperas de Semana Santa mis hermanas y yo recitábamos de memoria el programa de mano donde podías saber qué Cofradía de Penitencia salía cada día de la semana y a qué hora, la memorización se iba complicando a medida que llegaba el jueves y el viernes porque había más de una cofradía y más de una imagen procesionando en la calle, pero como una cantinela lo recitábamos de carrerilla.
El Domingo de Ramos, cuando se iba apagando el día después de haber visto “La Borriquita” y el “Prendimiento”, no sentíamos pena porque llegara el lunes por dos razones, la primera es que estábamos de vacaciones y no íbamos al colegio, la segunda porque la noche del lunes esperaríamos sentadas en el escalón a que llegara la Hermandad de las Tres Caídas que salía tarde y no teníamos que acostarnos temprano, el acuerdo con mi madre era que no nos acostábamos hasta que la procesión pasase por mi puerta, menos la madrugada del Nazareno, ese día iríamos a San Francisco a ver cómo daba la bendición al pueblo.
El Lunes Santo no teníamos sueño, había mucha gente por la calle esperando que el paso del Señor de San Francisco bajara la calle Alta; el Barranco de San Miguel, escenario de mis juegos de niña y palco de honor del pueblo en sus fiestas, se llenaba de personas asomadas como si de un gran balcón se tratase y cuando la banda de Cornetas y Tambores iba acercándose, cada uno buscaba acomodo al filo de la acera, pegados a la pared, dejados caer en algún cierro acristalado… Eran parejas jóvenes, pandillas de niños de calzón corto y pelos casi rapados, pero con flequillos, matrimonios con sus hijos etc.. Ya no había trasiego arriba y debajo de la Corredera, porque la música anunciaba la presencia de las imágenes más pasionales y dramatizadas que yo había visto nunca, y la gente sentía respeto y se hacía el silencio y la quietud en la calle. Un solo paso con dos imágenes venía a nuestro encuentro, Jesús con la rodilla y la mano en el suelo, en una de sus Tres Caídas, en su cara reflejando el dolor y la Madre junto a su hijo que sufre, sin querer dejarlo solo. Dos maneras de sufrir unidas, el dolor físico y la Amargura de contemplarlo. Era impresionante ver las filas de penitentes negros con sus cirios encendidos anunciando la presencia de aquel paso tan desgarrador, que nos ofrecía un mensaje de solidaridad humana. Mi madre nos decía que Jesús sufrió por todos los hombres y mujeres del mundo y que su pacífico mensaje de amor al prójimo había que tenerlo presente y no olvidarlo, por eso cada año lo veríamos pasar con su cruz al hombro, la cruz de nuestra falta de bondad, de nuestra ingratitud, de nuestra avaricia…y yo me acostaba pensando en cómo ser mejor persona para agradarlo, aunque al día siguiente en el Barranco, seguro que me enfadaría con alguna amiga por los cromos, o desobedecería a mi madre. Así pasaron los años de mi infancia, impregnados del olor y el amor a nuestra Semana Santa.
Un buen amigo del Lunes Santo, un hermano muy querido, nos decía hace unos días por wasap, ante una foto en blanco y negro de Jesús de las Tres Caídas, que hoy en día representa al icono más perfecto de la humanidad: caída y cargando con la cruz de la enfermedad, la enfermedad o el virus brutal que ha irrumpido en nuestras vidas llevándose por delante a familiares, vecinos y amigos. Este año no lo veremos en la calle sino en su franciscana iglesia, y todas las emociones guardadas durante la pandemia, vendrán junto a nosotros y se posarán en la mirada Jesús de las Tres Caídas, el Eterno y desvalido Amor que nos trajo la esperanza.
PEPA CARO. Escritora. licenciada en historia y exalcaldesa de Arcos de la Frontera
Del Perdón a las Caídas y a la Virgen de la Paz
La pandemia mundial que ha provocado el dichoso coronavirus ha cambiado nuestras vidas. Hasta ahí todos de acuerdo, sin profetizar nada con ello. Pero en esa ida de las cosas de siempre, entre ellas y en primer lugar nuestros seres queridos, se nos han marchado nuestras tradiciones, religiosas y profanas. Por lo que a uno le toca, es nuestro segundo año sin nuestros pasos e imágenes en las calles luciendo el trabajo de los cofrades y atrayendo las miradas de miles de personas. Cuando se va acariciando la recta final de la vida, el tiempo pasa más deprisa, o esa es al menos la sensación, y hoy me parece que hace una eternidad de esas calles, ahora vacías, convertidas en una multitud apretada para ver el paso de las hermandades. Pero no, han pasado solo dos años, el tiempo en que nuestros cristos y vírgenes han permanecido como nosotros mismos, en sus casas, confinados en sus templos de fe, encerrados sin apenas ver la luz del día. Por supuesto que habrá Semana Santa, pero, como ahora se dice, “de otra forma”. Como soy de los antiguos, no concibo una Semana Santa sin sus procesiones y su ambiente que se debate entre la conmemoración cristiana y las emociones que nos regala la primavera.
Reivindico, pues, que Arcos recupere esos días en todo su esplendor y que, por tanto, nos abandone para siempre la sombra que planea sobre nuestra existencia a modo de virus letal. Pero como aún conservo la memoria, y Dios me guarde de lo contrario, me refugiaré estos días en mis recuerdos de una infancia y juventud ligadas a la hermandad de nuestro Cristo del Perdón, y después a las Tres Caídas donde tuve el honor de ser hermano mayor y, sobre todo, capataz de un paso cuyas imágenes han estado y están presentes en el corazón de los arcenses. Luego, mis experiencias cofrades se trasladarían a un Martes Santo y al designio de dirigir el palio de nuestra Virgen de la Paz.
Seguramente sería en la casa de mis padres Antonio y Ana, donde siempre colgaba un cuadro del Nazareno, o en el colegio, de donde heredaría ese sentimiento cofrade que me ha acompañado toda la vida, sin dejar de admitir que no todo fue fruto exclusivo de la fe, sino de la camaradería que me unió tantos años con tantos amigos, ya muchos idos. Resumir en este artículo tantas experiencias acumuladas durante medio siglo sería una misión imposible, pero sí tengo espacio suficiente para deciros que me siento agradecido a cada compañero costalero, a cada hermano que hizo penitencia, a los ‘armaos’, a los directivos que un día me dieron una oportunidad, a los curas que han pasado por nuestras parroquias y a todos los vecinos de Arcos que me han expresado su cariño y respeto durante tantas y tantas semanas santas. Y agradecido a esa otra bendita madre que es mi esposa, ‘Ló’, como yo la llamo, que a lo largo de nuestra unión siempre me comprendió y me apoyó en esta especie de locura.
En el corazón siempre llevaré mis caídas, mis azotes, mis lágrimas y mi paz que un día encontré en el cuerpo de Cristo y en el rostro de María, pero también el tópico de los olores a romero y a azahar que un día embriagaron mi alma ahora cansada. Solo quiero regresar a esos barrancos de cuando era un niño y pasear con mi túnica blanca y con la memoria todavía intacta.
ANDRÉS BENÍTEZ GARCÍA. Cofrade