Cuando el presidente Macron y el rey de Marruecos han sido espiados es evidente que no se libra nadie. Casi nadie, para salvar el posible porcentaje de error. El presidente francés ha cambiado de número a uno de los cuatro teléfonos móviles de los que dispone, según dicen. Tan indefenso se sentía. Era uno de los 50.000 objetivos del escándalo recién destapado, el caso Pegasus. Se trata de un programa informático de espionaje que no necesita ninguna acción positiva por parte del del usuario “infectado” sino que se introduce en los teléfonos -de cualquier marca- y puede espiar todos los contenidos del teléfono y dar información de su localización así como controlar su cámara y su micrófono. Los israelíes estaban detrás de todo con una empresa de la que nadie quiere dar ningún dato relevante, salvo que sólo trabaja para gobiernos. Los más afectados han sido los países que forman parte del proyecto de reordenación de las relaciones entre EE.UU., Israel y una parte del mundo árabe, -Plan Abraham-, dispuestos a beneficiarse de las complacencias norteamericanas y de la tecnología israelí. Pero las réplicas han implicado a otros gobiernos. En el Mexico del anterior presidente Peña Nieto, en la Hungría de Viktor Orbán y otros. La intencionalidad, en todos los casos, es la misma: conocer los movimientos de los críticos con el poder establecido.
No es muy diferente a lo que el gobierno norteamericano hizo con unas antenas en Dinamarca para espiar a los alemanes durante años. De Merkel abajo, casi todos fueron espiados.
El peligro no es sólo para los dirigentes. Es imposible paralizar el rastreo universal que realizan las tecnológicas sobre los ciudadanos. La privacidad está desaparecida. Las empresas saben todo de los usuarios de internet, vía móvil, tabletas u ordenadores. Les permite conocer gustos y gastos, tendencias e inclinaciones, amistades y preferencias. Uno de los periodistas húngaros espiados por su gobierno, Szabolcs Panyi, da una solución: “La única forma de evitar el espionaje es no tener una tarjeta SIM”. Es una solución de imposible cumplimiento para la gran mayoría de ciudadanos. Hay que disponer de teléfono para la actividad que exige nuestro mundo del estrés en la que todo el mundo mira el móvil. “La famosa sociedad de la comunicación ha devenido en aislamiento social. Las personas se han sometido a la dictadura del móvil” escribió Jesús Maíz.