Debemos reflexionar sobre nuestros problemas. De entrada, el principal es constatar la amplitud del foso entre la retórica y la realidad en nuestras relaciones internas. ¿No hablamos de la familia socialista? ¿No explicamos el partido como casa común? ¿No nos presiden los ideales de fraternidad y de solidaridad?
Pero, al mismo tiempo, a veces ¿no ha podido aplicarse a nuestras relaciones internas lo que un ex alcalde de Lyon - Noir- achacaba a la clase política francesa? “Francia está enferma, enferma del clima de cada uno a lo suyo que prevalece hoy en día, un clima que enfrenta a unos contra otros y alimenta el temor, la tensión, la intolerancia y la exclusión”.
Ante ese panorama, ¿rebajamos la retórica al nivel de la realidad o elevamos la realidad al de la retórica? Se impone lo segundo. Se habla de unidad, integración, coherencia, lealtad, ética, que son palabras a las que se ha sometido a un empleo frívolo hasta el manoseo. Pero Vaclav Havel decía que la misma palabra puede ser verdadera un día y falsa otro, un día luminosa y otro decepcionante. Hay que desconfiar, por tanto, inicialmente de las palabras. Es más conveniente, por eso, caminar desde la desconfianza a la confianza que hacer el camino inverso, que es el itinerario siempre doloroso de la frustración, del desengaño o de la decepción. Para lograrlo, la razón debe ser generosa y el corazón eficaz, decía Rocard.
El presidente checo dijo que “La gente que odia desea alcanzar lo inalcanzable y se consume ante la imposibilidad de alcanzarlo, carecen de la capacidad de dudar de lo propio, de relativizar sus propias posiciones. Tienden a lo absoluto y, en política, al poder absoluto”. El odio, que se manifiesta en los vetos, el doble lenguaje y el linchamiento moral del otro, destruye porque conduce a la intransigencia. Lo contrario es la tolerancia. Pero si la tolerancia es ilimitada, la osadía de los desaprensivos y arribistas exige a los demás una precaución: que la tolerancia tiene un límite: lo intolerable.
Ante cualquier comportamiento inapropiado hay que estar con Wittgenstein: “Que la ética es más para ser mostrada, que para ser dicha”. Se impone un muro de rechazo y de valores: “Si esa política exige canallas, que no cuenten con nosotros”. Se llama rearme moral. Corría el 22 de diciembre de 1992.