Siempre que se va acercando el adviento, preludio de la Navidad, se forma un revuelo en todas las cocinas de cada hogar. En cada casa se afanan en estrujarse el cerebro para ver con qué viandas contarán este año para celebrar las fiestas. El mercado se dispara, los precios suben, nos entra la necesidad de emprender una carrera hacia el encuentro de los mejores productos al mejor precio. En la mayoría de las ocasiones, el exceso nos evitará que disfrutemos adecuadamente de los manjares conseguidos, pero parece ser que lo realmente importante es que en nuestras mesas no falte de nada. Desde luego, no seré yo, amante del buen yantar, el que haga demagogia al respecto, aunque sea necesaria una reflexión, ya que muchas veces esa opulencia gastronómica en estos días parece no tener el perdón de Dios, y encima no sea ni buena para nuestros estómagos. Quizás sea mejor aprovechar estos días para probar lo que no tenemos la oportunidad de comer en todo el año, por su precio, estacionalidad, escasez, digamos, por echar una canita culinaria al aire. Son días para comprar ese vino para ocasiones muy especiales, cuyo precio nos asusta en otra fecha, o ese cordero lechal que quita las penas del sentido, tierno como el agua, o ese pavo que se pone como un torero de los que pinta Botero, o ese jamón que tiene en su etiqueta mas jotas que el día del Pilar, o ese langostino fresco, con más rayas que la camiseta del Athletic, o esas gambas blancas que parecen modelos, de buenas que están, o ese besugo de ojos saltones, y qué me dicen de esos dulces: turrones, mazapanes, mantecados, ¿y los pestiñitos? Son fechas de reunión, de amistad que surge a cada momento. Los restaurantes hacen el agosto, perdón el diciembre, con las comidas de empresas. Las zambombas, antigua fiesta casi familiar, surgen por doquier en cada bar, restaurante, peñas o local, perdiéndose el encanto inicial de esos patios de vecinos a rebosar con candela encendida, aceites humeantes que fríen pestiños o buñuelos, y vasitos de anís volando entre las cabezas.
En este preludio de la Navidad nace, como no, el primer mosto, alcanzando su grado de madurez justa para ser consumido. Las carreteras secundarias de Jerez, carriles, caminos, se llenan de coches los fines de semana a la búsqueda de una viña o bodega donde encontrar el mejor. Con el devenir de los tiempos, se ha ido profesionalizando el tema este de las casas de viñas, y algunas son ya casi restaurantes. Creo que es digno, al menos solapadamente, hablar de la gastronomía típica que se produce en estas fechas en estos pintorescos lugares. Para ello habría que aclarar que la comida propia de estos lugares surge del trabajo o la necesidad. Son la gente del campo, los que después de una dura jornada paraban para su almuerzo, surgiendo así el célebre ‘ajo caliente’, excelso y prominente plato elaborado con pan hecho en horno de leña y que aunque parezca pobre, goza de muchos adeptos, y no sólo de gente humilde. Son típicas la chacina variada, los chicharrones recién hechos, los arencones, las aceitunas y los rábanos que acompañan magníficamente el mosto, las costillas adobadas, la berza jerezana, el menudo, las carnes de caza, como el conejo, las perdices, que también es época; los pollos de campo guisados, etc. Toda una demostración de comidas contundentes que hacen las delicias de todo los amantes del “vamos de mosto”, y..., los triglicéridos bailando claqué de alegría. La semana que viene más…
La receta
Aprovecharé la receta del día para hacer un homenaje a todas las madres y abuelas, hacedoras de las mejores viandas, porque no hay mejor ingrediente que el que ellas ponen, el cariño. Lo bautizaré como el Ajo del señorito, o Ajo de la Yaya, que es como en su casa lo llaman. Hace muchos años que el Marqués de Domecq, Pedro Domecq Ribero, que vivía en el cortijo Espartinas, carretera de Morabita, viendo que su gente en el campo disfrutaba de un buen ajo caliente en un rengue en el trabajo, quiso a su vez ser partícipe de semejante manjar con toda su familia. Para ello proveyó que su cocinera, Doña Juana de la Flor (la Yaya), que trabajaba con su hija en el cortijo realizasen un ‘Ajo’, pero más de “señorito”. Así que, las dispuestas mujeres se pusieron manos a la obra. Se dedicaron pacientemente durante horas a desmigar el pan de una telera de dos kilos, que era menester el que este ajo fuera lo más suave posible. Untaron el lebrillo con un diente de ajo. Majaron otros dos dientes de ajo con sal gorda, luego 5 kilos de tomates ya escalfados y pelados, unos pimientos asados (dos o tres) y carne de dos chorizos del tipo rosario. Todo después aderezado con sal y con medio litro de buen aceite de oliva. Echaron el pan desmigado y el agua hirviendo de haber escalfado los tomates. Taparon con una sábana y dejaron reposar unos 5 minutos tal y como se hace con el ajo de toda la vida. A la hora de servírselo al señor Marqués le plantaron encima del ajo unos huevos fritos, una loncha de jamón y unos pimientos asados aliñados, que como os podéis imaginar, hicieron la delicia de éste. Esta receta me ha llegado después de muchos años de la mano de una simpática abuelita, hija de la cocinera que lo preparó. Muchas veces de la ingeniosidad que nace de la necesidad hace que surjan elaboraciones de mérito que después son pauta para otras creaciones.