Cuando Luis Rubiales jugaba en el Xerez CD solía llamar algún que otro lunes a la redacción del periódico quejándose de la puntuación con la que era valorado en la ficha técnica de cada encuentro. No solía pasar del uno y consideraba que su rendimiento en Chapín estaba por encima de tan escueto y mediocre guarismo.
A Rubiales, es cierto, le tocó vivir una época convulsa en Jerez, pero de la que no tenían culpa quienes contaban y se desvivían a diario por el futuro del equipo y del club, que iban parejos y condicionaban el uno al otro.
Fue de 2001 a 2003, con Schuster como entrenador, los pulsos con Pedro Pacheco, los impagos de Luis Oliver a la plantilla y el relevo final de Gil Silgado, que acordó su traspaso al Levante, donde el defensa canario fraguó las dotes como líder sindical que le llevarían a la presidencia de la AFE al final de su carrera como profesional.
Cuando en 2018 se confirmó su elección como presidente de la Real Federación Española de Fútbol, no solo venía a poner fin a la más que amplia y polémica etapa de Ángel María Villar, sino a reconducir las posibilidades de una más que mejorable gestión. La duda, no obstante, persistía: si con 24 años y jugando en Segunda ya te llamaba por teléfono para recriminarte que no evaluaras mejor su juego, con qué ardor sería capaz de defender el generoso sueldo de la institución que comenzaba a presidir.
No hubo que aguardar mucho para descubrirlo. El despido de Lopetegui como seleccionador nacional a escasas horas del inicio del Mundial de Rusia, la celebración de la Supercopa en Arabia o el motín de las jugadoras de la Selección Nacional cargaron de razones a quienes especulaban sobre sus buenas intenciones y mejores palabras, y solo los resultados deportivos y económicos han ejercido hasta ahora de colchón para quien se ha visto respaldado en dicha gestión por los integrantes de la Asamblea. Y la gestión “és bonna si la bossa sona”. Aquí paz y después gloria.
Cuando el pasado domingo, tras el triunfo en el Mundial de Fútbol Femenino, los informativos comenzaron a reproducir la imagen del beso (o del “pico”) de Rubiales a Hermoso como la “anécdota” deparada por la entrega de medallas -no se pierdan la candidez y simpatía con que La Sexta recuperaba el momento en su informativo-, ya se hacía evidente que la moviola iba a obligar a la intervención del VAR del enjuiciamiento público; en especial tras el “pero no me ha gustado” de la futbolista en los vestuarios. “The decission is ¡penalty!”, como dijo la colegiada a través del micrófono durante el partido.
Desde entonces se ha alentado una justificada y creciente corriente de sometimiento contra la figura de Luis Rubiales para forzar su dimisión como presidente de la Federación por su censurable comportamiento. Pudo haberlo hecho este viernes -todo el mundo lo daba por hecho-, pero en cambio renunció a abandonar el cargo desde un exceso de chulería que adulteró cualquier atisbo de reconciliación nacional, si es que era posible.
Ya no basta con pedir perdón. Hay que hacerlo, por supuesto, y reconocer los errores, pero también asumir las consecuencias, que es lo que no alcanza a ver, ni a convencer con sus palabras, el calculismo en el que parece haber incurrido Rubiales con su vuelta de tuerca a los acontecimientos.
Aún así. Dejemos a un lado las interpretaciones del beso a Jennifer Hermoso, incluso a quienes lo retratan como un machista empedernido o un manipulador irredento. ¿Acaso no son suficientes motivos de dimisión las imágenes de quien representaba al fútbol español -y por tanto a España- ante el resto del mundo agarrándose con rabia los “países bajos” -que diría El Sabio de Tarifa-, a dos metros de la reina y la infanta, y después ejerciendo de hincha desubicado en una entrega de medallas? ¿Dónde han quedado el sentido cívico, la educación y el saber estar cuando se ostenta un cargo institucional? Y, por último, tristemente, ¿dónde ha quedado la gesta deportiva? Y esta pregunta no va solo para Rubiales.