“Me jacto de ser una de las personas más estables que conozco”, sentenció antes de trastabillarse en plena calle, aferrarse sin éxito a una farola y aterrizar, finalmente, con la dentadura recién restaurada por su odontólogo sobre el frío mármol de un velador de terraza.
Existe la muy extendida idea de que la felicidad está emparentada con la estabilidad, la permanencia, la duración. La moral común prefiere de largo un matrimonio longevo a una fugaz cita sexual en unos urinarios públicos; un adosado en San Enrique de Guadiaro a una roulotte con inodoro; unas adidas a unas esparteñas. Lo que permanece goza de gran prestigio y predicamento.
La Capilla Sixtina es celebrada por la belleza que acoge pero, sobre todo, debe su consideración de obra estimable a la certeza de que, a pesar de sus quinientos años, no va a desmoronarse mañana sobre las cabezas de cardenales y turistas. Una gran fortuna es tanto más admirada cuanto más rancio sea su abolengo: no hay nadie más vilipendiado que quien malbarata un gran patrimonio en los treinta minutos que dura una partida de póker.
Los humanos nos asombramos ante quien, sepultado bajo un edredón de arrugas, alcanza la provecta edad de 120 años. Todos aplaudimos enardecidos tamaño derroche de resistencia, esa insobornable obstinación en durar, esa oposición reacia a dejarse consumir. Vivir más de un siglo constituye una hazaña digna de elogio. Contrasta este prejuicio con la consideración que se dispensa al logro opuesto, esto es, el empeño por morirse antes de tiempo. Quien a la edad de veinte años fallece atragantado por un hueso de pollo despliega una precocidad que, si hemos de apelar a la ley de la correspondencia, debería reconocerse tan meritoria como la inmunidad del viejo decrépito a las leyes de la biología. Una existencia larga es tenida por la mayoría como una bendición; una vida breve no puede sino lamentarse como una contrariedad. No cabe duda de que quien más dura, más admiración concita. Pero continuemos, porque hay más. Una erección priápica, inagotable, exuberante es un exceso mucho mejor valorado entre el público concernido que un modesto alarde viril de apenas medio minuto, por muy satisfactorio que éste pueda llegar a ser. La justificación a esta preferencia es bien sencilla: la prolongada permanencia en el tiempo de este estado de pujanza se reputa, inmediatamente, como síntoma de salud y deja a las claras que nos hallamos ante un suceso biológico de entidad encomiable.
Durar, persistir, elongar, permanecer, eternizarse, perseverar, prolongar, perpetuarse…
El reclamo de toda religión que se precie encuentra su atractivo precisamente en esto. Dios proporciona una vida eterna que, para mayor regocijo, se presume, en tanto que infinita, el colmo de la felicidad. Pero imagine a un dios mezquino que, igualmente, prometiera un paraíso cobijo de goces y plenitudes, pero que, a diferencia de las deidades conocidas, limitara su disfrute a un par de semanas. Algo así como unas vacaciones en Marina D'Or pero post-morten. Catorce días de dicha espiritual absoluta al lado del Creador, y después nada. Un dios así, incapaz de garantizar una vida eterna, tan sólo convocaría a su iglesia a un puñado de perturbados. Lo que nos interesa de Dios no son los deleites del Cielo, sino que éstos son eternos. El prestigio de la religión es el mismo que fundamenta la fama de las pilas alcalinas o los pantalones de pana.
Si ha seguido hasta aquí todos estos razonamientos, habrá de concluir conmigo que algo tan provisional como un empleo interino, por tiempo limitado, probablemente en condiciones laborales inaceptables, con un salario desabrido e insuficiente, debería ser repudiado por desaconsejable y perjudicial. Sin embargo, millares de jóvenes en nuestro país se resisten a abandonar tal estado. ¿Qué les retiene? La esperanza vana de un contrato fijo, de que ese empleo miserable se convierta un día en un puesto de trabajo estable.
Si no fuera por esta obsesión nuestra por la permanencia, por lo duradero, aun cuando esto se presente sólo como un logro improbable, haría tiempo que los jóvenes habrían dado un portazo y habrían irrumpido en la calle para reclamar lo que les corresponde. Lo hagan o no, sucederá que una mañana un elefante asiático escapado de un circo nos sorprenderá en la calle y, aterrado por la huida tumultuosa de los viandantes y la estridencia de las bocinas del transporte público, se erguirá sobre sus patas traseras para, con el vigor redoblado que procura el espanto, aplastarnos el cráneo de un certero golpe de trompa. O esto, o una oclusión intestinal, o el estallido de una arteria, o un adelantamiento indebido en la autopista Bilbao-Behovia. Y es que no hay nada más interino que la existencia.