El término lleva en circulación desde hace casi una década, pero no ha sido hasta hace poco cuando he comprobado que ha comenzado a cobrar entidad, a hacerse relevante. Tanto, que lo descubro y me lo encuentro en dos artículos diferentes dentro de una misma publicación, y en uno de ellos en boca del filósofo
Santiago Alba Rico. Él habla de “
magufismo”, y el entrevistador le invita a explicarse, como si lo escuchase por primera vez -era lo que me acababa de pasar-: “
No sé de dónde viene la palabra, pero se utiliza para los que creen en el terraplanismo, en los extraterrestres, en los fenómenos parapsicológicos”.
Un prestigioso filósofo hablando de “magufismo” es suficiente argumento para alimentar la curiosidad. Y esto es parte de lo que he encontrado: El término no aparece aún en la RAE, pero la Wikipedia aporta con cierto criterio que su etimología
procede de la combinación de las palabras mago y ufólogo, aunque con el paso de los años la definición de “
magufo” se ha convertido en una especie de saco en el que cabe un poco de todo: “
Persona que promueve o comercia con fenómenos paranormales o pseudocientíficos tales como la ufología, la magia, la telepatía, o con teorías conspirativas”.
Mikel López Iturriaga lo define como la “
actitud consistente en creer todo tipo de bulos acientíficos, afirmaciones no comprobadas y paranoias alarmistas. Campa a sus anchas por internet, y cada vez hay más incautos que caen en su trampa a causa de la ignorancia y la falta de sentido crítico”. Normal que vinculen a tipos como
Elon Musk con la propagación de esta corriente:
no solo se compró Twitter, sino que está convencido de que viviremos una invasión extraterrestre.
Hay más.
El Mundo publicó hace un par de años un artículo bajo el título de “
Orgullo Magufo”, definido como “movimiento anticiencia grande y peligroso”, dedicado a “defender las teorías más disparatadas” frente a “quienes confían en la razón y la ciencia”.
Se me ocurre la maldad de que entre las “teorías más disparatadas” también terminen por tener cabida algunas de signo político, como lo de la amnistía, porque es algo que le va a venir muy bien a España. Y es solo un ejemplo. Los hay a manojos.
Pero no cabe duda de que entre quienes integran esta legión de conspiranoicos predominan los que abominan de la expresión “
cambio climático”; entre otras cosas porque
ha dejado de ser una expresión para convertirse en una realidad por la vía de los hechos.
Cuestión diferente es que para asumir esa realidad se haya impuesto cierto discurso del miedo, como cuando hace una década, cada vez que venía alguna tormenta de entidad, se nos hablaba de “
ciclogénesis explosiva”. El efecto en el subconsciente es diferente, pese a que no dejase de ser un tormentazo como los que hemos vivido cada otoño e invierno desde que éramos pequeños, cuando cantábamos a la “Virgen de la Cueva” para que cayera una “chaparrón que rompa los cristales de la estación”.
El miedo, el temor, por otro lado, ya no necesita discurso. Se ha instalado definitivamente
tras la manga marina del pasado diciembre, las recientes visitas de las borrascas Aline y Bernard o el periodo de sequía severa en el que nos encontramos. Como para negar la evidencia científica. No solo eso,
los nuevos fenómenos atmosféricos han venido a poner a prueba la capacidad de respuesta de cada unos de los ayuntamientos afectados, donde se ha apreciado una enorme voluntad de esfuerzos, pero superados por la gravedad de los acontecimientos, que no por la novedad.
El trabajo ha sido encomiable, pero se echa en falta una planificación más especializada, tanto en la significación de los avisos de alerta, como en la revisión del espacio arbóreo de nuestras ciudades.
Eso a nivel local y como medidas de prevención, a falta de un mayor compromiso de los gobiernos y de las empresas contaminantes que tiñen de verde sus logos para parecer más sostenibles, como si sus consejos de administración fuesen una convención de magufos.