Este luminoso lugar en que vivimos, este rincón gaditano de mar, montaña, valle y llanura, salta en estas fechas como chispa de fuego, que aquí es de humor, por todo el territorio nacional. La provincia se recoge en la capital. Cádiz, ciudad, se repite al igual que su clima, pero las nubes de su ingenio son distintas cada año, aunque el agua de su lluvia invariablemente, siempre impregna su suelo de gracia y simpatía. Hay una brisa suave que acaricia como las voces de sus coros y comparsas y un revuelto levante que en las calles suena a chirigota y en las esquinas a cuarteto. Como cuna de la libertad, Cádiz carece de enrejados o límites por lo que su aroma tiene clara libertad para expandir su agudeza y duende a todas las poblaciones colindantes. El carnaval gaditano se ha hecho universal.
La Isla y Cádiz están tan unidos en la actualidad que ya no son vecinos, su unión es totalmente fraternal. Gente de Cádiz vive en San Fernando y gente de San Fernando trabaja y siempre ha estudiado en Cádiz. Las discordias previas, de años atrás, están en el olvido y ahora las consideramos como controversias entre pueblos que se tienen bastante más que aprecio. La Isla ha soportado bien la carpa que le aislaba de Cádiz y le ha acompañado siempre y en todos los momentos más difíciles de su historia, silenciosamente y exponiendo todo lo que tenía, sin reservas secretas. La milenaria edad de ambas tiene pocas diferencias. San Fernando es sal, mar, marinos y puente. Cádiz playa, puerto, universidad y Carnaval. En la industria naval, el esfuerzo, siempre fue equitativo.
El arte cuando se aprende tiene aroma de escuela y texto. El “duende” no reside en universidades, academias o ateneos, por más que consideremos, que así debía de ser, sino que anda por callejuelas y plazas y arbitrariamente establece conexión con las personas que le place a las que consideramos como decía G.A. Becquer, que llevan algo divino en sus adentros, es decir, que ese ingenio y encanto que se le atribuye al arte, ni se aprende, ni se hace, se nace con él.
El Carnaval que es la carcajada de la agudeza y el ingenio crítico, encontró en los barrios más antiguos de Cádiz, aposento y hogar, quedándose allí perpetuado, pero no recluido, por lo que sus frecuentes salidas han contagiado, prácticamente diríamos, a toda España. Es este un rasgo digno de alabanza, el ímpetu que pone el nacido en la capital en cada una de sus cosas autóctonas. Las defiende con un empecinamiento entusiasta y permanente que las hace perennes. La Isla siempre anda entre gestos luminosos y apagones de larga oscuridad. Es más individual que colectiva y cada cañaílla, emulando a los árboles en el bosque de habitantes que componen su ciudad, intenta alzar su copa para no pasar desapercibido al aire del levante. Ni mejor, ni peor, es nuestro carácter más porcentual, pero no el único. Nuestras individualidades en todos los aspectos de la vida han sido y son excelentes y nunca se han bajado de los primeros puestos. En mis evocaciones de juventud recuerdo una carbonería, donde alrededor de una pequeña mesa y alguna copa de vino, sentados en banquetas, Fonoy cantaban e ideaba letras con el arte y el ingenio propios de los qué sin tener alas de plumas son ángeles en la tierra. Nuestra lista de autores y comparsistas -arte al que hoy me refiero- es muy extensa y de calidad suprema y nuestra tradición también lo es, por lo que debemos ser reconocidos y admirados, sin intención de competencia, en el mundo carnavalesco.
Durante un tiempo el Carnaval tuvo que soportar el eufemismo de Fiestas Típicas Gaditanas. Es absurdo el resentimiento por este hecho. Cada momento de la vida tiene una “puesta en escena” que no se comprende, en otra época diferente, pero lo que quiero resaltar con esto es algo que siempre debía tenerse presente: cuando la censura y represión de la libertad están presentes, se agudiza el ingenio, se aviva la inteligencia y se fascinan los sentimientos. El libertinaje o la libertad mal entendida y teñida de animadversión incontrolada, solo lleva a la chabacanería, mediocridad y cambio del arte por el “mal gusto”.
Entramos en tiempo de sustituir la “mascarilla” envoltorio triste, testigo de tragedias a pesar de su expresión diminutiva, por la “máscara” cartón artificial que va a cubrir nuestro diario enmascaramiento espiritual. Pero todo bajo el “toldo circense” de la vida. El disfraz completa una indumentaria con la que queremos ridiculizar los hábitos externos, tan apreciados en convocatorias sociales, con mantón cultural. Pero siempre con el detalle simpático y de gracejo que acompaña a estar empáticas fiestas.
Como siempre, en esta efeméride habrá su porcentaje de detractores. Esperemos que no intenten quitar la fiesta, porque a ellos no les gusta, como acostumbran los antitaurinos, sino que durante este tiempo emigren a mar o montaña o expongan sus críticas de manera razonada, sin el amargor de la hiel, ni el verde oscuro del odio. Deberíamos olvidar aquella frase escalofriante de A. Machado, “de diez cabezas nueve embisten y una piensa”, que aunque a veces parece cierta en algunos medios oficiales, la sociedad española merece un porcentaje enormemente superior y el arte e ingenio que encierra el Carnaval, lo demuestra.