Hace cuatro años que nuestra vida se tambaleó y para vivir aquellas jornadas de confinamiento recurrimos a entretener la incertidumbre utilizando las redes sociales. Ellas nos acompañaron mientras compartíamos todo cuanto la imagen y el sonido nos permitieron. Los más escépticos dejaron de abominar y aceptaron esta forma de comunicación, de amistad y a todos nos sirvió para tener la certeza de que los lazos también podían anudarse entre una pantalla y otra.
Fotos, libros, dibujos, labores, plantas, frases, audios, relatos, miles de formas corretearon sin descanso para entretener la ansiedad, dando, recibiendo y devolviendo abrazos, besos virtuales y también deseos de un buen día para tempraneros y una buena noche para noctámbulos, dejando en las casillas, entre muchas sugerencias, la banda sonora de una película, una buena elección para irse a la cama sin sueño y abrir los recuerdos, volviendo la entrada en la mano mojada porque esa tarde llovía a mares, el olor de las palomitas acallando la música ambiental, un móvil fastidiando para acabar en el coraje de no saber cuándo íbamos a volver a pisar la sala.
José Carlos Fernández Moscoso, cinéfilo y crítico, despidió aquellos días de confinamiento de esta forma y aquellas bandas sonoras las reunió en el libro que titula la hablilla de hoy. El aulario
La Bomba, convertido en sala de proyección por la voz y la perfecta dicción de Bruto Pomeroy y la mano de Aurora a cargo de las luces, acogió una presentación donde la palabra y la imagen hablaron por la música. A partir de la melodía, de su atractivo, José Carlos nos fue desvelando su narración, la forma en que la música cuenta más que habla en una escena o durante un silencio.
Una presentación muy cinematográfica, tan actualizada como particular, pero sin perder la esencia, la erudición de aquellas primeras críticas que oímos por la radio y asomaron algo más tarde por televisión, es decir, las que orientaban al espectador con el análisis enlazado al argumento, a la descripción de los personajes, al trabajo de los actores, salpicadas con anécdotas de los rodajes y la música, que en las carátulas de los vinilos añadían de cine. Una presentación urdida con excelencia, tramada con originalidad y regalada con cercanía.
Si la pintura estuvo en los libros, ahora podemos leer las bandas sonoras después de haberlas mirado y oído en estas páginas.
Cuánto habría disfrutado Carlos Pumares.