Bernard Madoff era sólo medio Robin Hood: robaba a los ricos, ciertamente, pero los pobres no veían ni un duro, ni un dólar para ser más exactos. El caso de este gran estafador, que como tantos otros gozaba de una reputación extraordinaria y era respetadísimo en el mundo de la política y de las finanzas, es curioso: sus clientes, es decir, sus estafados, todos ellos importantes bancos y grandes multimillonarios, no se preguntaban de dónde sacaba la pasta para darles unas rentabilidades tan jugosas, tanto que, en puridad, sólo podían provenir de alguna exacción o de alguna estafa. Nunca se les pasó por la cabeza (la codicia acaba embotando el cerebro) que la sacaba de ellos, que los timados eran ellos, cual ocurre en toda estafa de naturaleza piramidal, esto es, aquella que consiste en pagar la rentabilidad a los inversores con el dinero que van invirtiendo otros, y así, hasta que deja de entrar dinero fresco y todos se quedan sin un céntimo.
Este tío, que estaba forrado aún antes de superforrarse y que era, como si dijéramos, un pope de Wall Street, hacía sus contactos con los mangantes, perdón, con los magnates, para sacarles los cuartos, en lujosos campos de golf, pero aunque iba sobrado, no bajaba la guardia en lo tocante a la impunidad de sus operaciones: hacía, regularmente, donaciones a los políticos. Por lo demás, lo suyo no era sino el timo de la estampita pero a lo bestia, o, en realidad, como cualquier timo, que para ejecutarlo se necesita que la víctima sea, como mínimo, tan sinvergüenza y codiciosa como el timador. La gente normal, empobrecida por los ricos que con sus robos descomunales y sistemáticos han traído esta crisis, ha asistido con cierta simpatía al descubrimiento de esta estafa de 50.000 millones de dólares a los ricos más ricos del mundo, pero conviene recordar que ser medio Robin Hood, o sea, un tipo en disposición de robar también a los pobres si tuvieran algo robable, es ser, simplemente, un chorizo.