Es la palabra más repetida de los últimos años. Desde que una parte de nuestro arco parlamentario decidió no aceptar los resultados de las elecciones y coaliciones de 2019, cada medida a tomar se ha visto como una especie de medida coercitiva ejercida por un autócrata, un tirano y un enemigo de la democracia. Las restricciones motivadas por la pandemia hace cuatro años tampoco es que ayudaran a rebajar esa tensión. Lo curioso de todo esto es que estas acusaciones sin fundamento vengan de aquellos cuyo partido fue fundado por los ministros de un dictador. El principio de transposición de Goebbels tiene aquí un buen ejemplo.
El sesgo de confirmación (“dice la verdad porque dice lo que pienso”) también tiene su parte en el hecho de que mensajes falaces como este calen en una parte de la sociedad. Como mencionaba antes, el confinamiento salvó muchas vidas pero también provocó mucho enfado; es normal, porque alteraba una gran parte de nuestra vida cotidiana. Esto fue bien aprovechado por la oposición para construir la imagen de un régimen dictatorial y agitar el miedo a una dictadura socialcomunista. Sin embargo, el virus afectó a todo el mundo independientemente de su modelo de Estado, ideología gubernamental y modelo económico. La realidad desmentía el relato de los rebeldes contra el régimen, pero los creyentes de dicho relato ya tenían a qué agarrarse: no les gustaba el gobierno tras años de propaganda contra Unidas Podemos y todo lo que oliera levemente a izquierda, además de estar cabreados por ver limitada su capacidad para hacer vida normal.
A esto se sumaron otros factores. Los avances feministas hicieron sentirse coartados a quienes se creían con el derecho a manosear, abordar y agredir a las mujeres. Los avances en derechos laborales y las subidas del salario mínimo hicieron que se sintieran oprimidos los que se creían con derecho a explotar. Incluso, cuando redes sociales como Facebook y Twitter empezaron a retirar publicaciones por contener información falsa (principalmente de negacionistas y propagandistas), hablaban de la censura sanchista. Daba igual que fueran compañías americanas donde Sánchez poco o nada pinta. Ahora, el relato ha vuelto con el bloqueo de Telegram en España. Ellos creen que es para que no puedan mantener sus canales de difusión de bulos cuando todo responde a una medida cautelar de la Audiencia Nacional tras una denuncia de Atresmedia, Movistar y Mediaset contra canales que piratean sus contenidos.
Yo no viví una dictadura, aunque me crié con mis abuelos, testigos de la posguerra y el franquismo. Por ello, el relato de estos que hablan tan alegremente de dictadura me produce una mezcla de risa, pena y asco. Una dictadura reprime duramente el mero hecho de disentir, mientras en esta dictadura se ha permitido y hasta alentado el acoso a un vicepresidente del gobierno en su casa. En una dictadura, todos los medios tenían que seguir una línea editorial afín al régimen mientras el gobierno actual tiene una buena parte de los medios en contra y bien subvencionados por la oposición. Incluso se han permitido expresar al dictador su gusto por la fruta en sede parlamentaria o hacer acusaciones graves sin pruebas desde la tarima del Congreso. Pero siguen siendo creídos por aquellos que comparten un vídeo de Youtube porque en el título dice “comparte antes de que lo censuren” pese a llevar cuatro años publicado. Vaya dictadura blanda, cutre y lenta, ¿no?