Es bastante frecuente el lenguaje anfibológico para vestir de seda el basto cartonaje de algunos currículos profesionales en los ámbitos políticos.
Un título universitario no garantiza una vacuna contra la estulticia, pero se supone que el esfuerzo por alcanzar una licenciatura permite una visión de los problemas no demasiado grosera.
En la Administración Pública española, desde los años cincuenta, siempre hubo una exigencia académica acorde con la importancia de la función a desempeñar. Por ejemplo, en la Dictadura, nunca ocupó un alto cargo alguien que no tuviera un título universitario. Directores generales, subsecretarios y ministros, podían ser torpes, pero desde luego habían tenido que obtener un título en alguna Facultad. La llegada de la democracia no varió esta especie de canon no escrito, al menos en sus primeros años de andadura, pero, poco a poco, no sabemos si por falta de banquillo o por considerar que era un obstáculo para contar con la colaboración de personas inteligentes que no tuvieron una gran formación, se comenzó a obviar esta costumbre hasta llegar a unos niveles, o sea, hasta bajar a unos niveles que es muy difícil encontrar en las Administraciones de los países de la Unión Europea.
Como en el fondo este desparpajo produce a los promotores cierta vergüenza, los currículos se maquillan con el “cursó estudios de...” que puede significar que se matriculó en el primer curso de una carrera o, simplemente, compraba tabaco en el estanco que había cerca de la Facultad. Pues bien, por contra, algunos jóvenes que han terminado sus estudios, y no encuentran trabajo adecuado a su formación, comienzan a mentir en sus currículos y se quitan los méritos académicos, ocultando que son universitarios para aspirar a ocupar una plaza subalterna en algún organismo. Un organismo que, seguramente, estará bajo el mando de un político con menos formación que el solicitante. Además de ser una paradoja es una anomalía que provoca frustración y confunde. Incluso, a la larga, puede crear resentimiento, derivado de una estafa y una subversión de valores en una sociedad que ha olvidado el equilibrio necesario entre el esfuerzo y su recompensa, entre el mérito y la remuneración.
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