Resulta común que ciertas leyes paradigmáticas no se conozcan públicamente por su nomenclatura técnica, sino por la referencia personal al ministro que las impulsa siguiendo las directrices del presidente del gobierno. Hay claros ejemplos en los anales: la ley Maragall o la ley Corcuera. Lo mismo ha sucedido con las disposiciones adicionales de la Ley de Economía Sostenible que regulan el uso de internet: a partir de ahora el apellido “Sinde” quedará ligado a una estrategia gubernamental que ha revolucionado a los internautas.
No es tarea fácil conciliar el uso de la red con los derechos de propiedad intelectual. En un sistema económico mercantilizado incluso el autor de una creación artística o científica puede poner precio a su intelecto. Sin embargo, no siempre los dueños de las creaciones ostentan la última palabra sobre el valor que ha de asignarse a su obra. Las empresas editoriales, los agentes que intermedian, las galerías de arte, las multinacionales... Todas estas instituciones anónimas conforman un entramado que trasciende de la pura creatividad o inventiva para entrar de lleno en el mundo racionalizado de las relaciones comerciales, a menudo sofocando la voluntad del autor.
Internet es una herramienta magnífica para quien sepa hacer uso pertinente de ella, sea como creador, comunicante o como simple usuario. Es la biblioteca del futuro. Es la nueva Alejandría. Pero a diferencia de la antigüedad la mayoría de los usuarios nos adentramos en sus laberintos sin ayuda de ningún guía y sin ningún caparazón que nos permita rechazar no ya los virus electrónicos, sino el alud de publicidad indeseada. ¿Se imaginan al maestro bibliotecario de las célebres bibliotecas de la cristiandad obsequiando a los sabios con una oferta de amistad virtual con dios o con un torrente de correo basura sobre Satán? Antes de la red, el conocimiento venía revestido de mayor pureza, de menos banalidad, pero también estaba limitadísimo, al punto de rayar el oscurantismo sectario.
Es aquí, en los límites, donde en mi opinión hay que ser incisivo, pues todo límite supone una concreta forma de concebir las cosas y tratarlas. Si la oferta cultural de las medios de comunicación de masas -esencialmente, la televisión- no se hubiera trivilizado tanto; si los realities-shows no inundaran cada minuto visual, si no hubiera que pagar para que los más pequeños pudieran ver los mejores dibujos animados, internet no sería ninguna alternativa.
Pero la realidad es que hay programas de filosofía, películas que son verdaderas joyas de arte y libros descatalogados a los que aquellos que disponen de menos ingresos sólo pueden acceder mediante la red, y no siempre. En este sentido, la ley Sinde acotará en exceso un espacio de difusión espontáneo, pero muy próximo, que venía a llenar un grave vacío causado por el propio sistema cultural contemporáneo, y por contra nada se dice de la pornografía que se difunde por doquier, no se dota de medios suficientes a las fuerzas de seguridad especializadas en la investigación de las múltiples conexiones criminales que pululan por la red, no se instauran protocolos educativos adecuados en los colegios a fin de que, desde temprana edad, las nuevas generaciones sepan que en el subsuelo de la biblioteca del porvenir también hay malolientes alcantarillas.
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