No deja de sorprender que el pasado miércoles, la noticia con que abrieron casi todos los informativos fuese que un equipo científico de Oregón, en Estados Unidos, había reprogramado, con éxito, células de piel humana para que se convirtieran en células madre capaces de transformarse en cualquier otro tipo de célula del cuerpo. Según la revista científica “Cell”, los científicos creen que las células madre podrían usarse para sustituir las células dañadas por enfermedades o lesiones, y en el tratamiento de males como el Parkinson, la esclerosis múltiple, las enfermedades cardiacas y las lesiones de la médula espinal. Con más de seis millones de parados en España, y los motores económicos de la Unión Europea, Francia y Alemania, en recesión económica, además de otros problemas más acuciantes, me sorprendió el espacio prioritario concedido a esta noticia. No sé qué intencionalidad se esconde en publicitar con tanta preeminencia la noticia de los logros del equipo científico de Oregón, pero me temo que pueda tratarse de una maniobra, una más, para moldear el pensamiento de la sociedad y el criterio ético de los ciudadanos para que terminen viendo como buena y loable una práctica que plantea serias dudas morales y científicas, no digo ya religiosas. Y es que el procedimiento experimentado en Oregón afecta directamente a la controversia que rodea el empleo de células madre cosechadas de embriones humanos. En definitiva, y resumiendo brevemente la cuestión, se destruye vida, la del embrión, para intentar obtener salud en un proceso que todavía no ha producido los resultados milagrosos que sus defensores prometían.Noticias como la que comentamos me traen a la memoria una de las novelas más proféticas del s. XX: “Un mundo feliz”, del británico Aldous Huxley. Publicada en 1932, esta obra, de recomendable lectura, anticipa el desarrollo en tecnología reproductiva y cultivos humanos, que cambian radicalmente la sociedad. El mundo que Huxley describe podría ser una utopía, aunque irónica y ambigua: la humanidad es saludable y avanzada tecnológicamente, guerra y pobreza han sido erradicadas y todos los seres humanos son permanentemente felices. Sin embargo, esa “felicidad” se consigue a costa de eliminar otras realidades profundamente humanad: la familia, la diversidad cultural, el arte, el avance de la ciencia, la literatura, la religión y la filosofía. Lo trágico de la cuestión es que ese proyecto prometeico que vislumbró Huxley, y algunos de nuestros contemporáneos nos quieren vender con verdades científicas a medias, ya se intentó llevar a cabo, y trágicamente. Baste pensar en los ensayos genéticos que se llevaron a cabo en los campos de concentración del III Reich por los científicos a los que pone rostro y nombre el temible doctor Mengele. Ahí ya se demostró que la ciencia sin la ayuda y la guía de la ética puede terminar volviéndose contra el mismo ser humano.Surgen así una serie de preguntas, cuyas respuestas no puede contener este limitado espacio: ¿es todo lícito en la investigación científica?; ¿se puede destruir vida humana para obtener una mejor calidad de vida?; ¿tiene límites la ciencia? La advertencia de Huxley sigue siendo plenamente válida: para que haya una felicidad continua y universal, la sociedad debe ser manipulada, la libertad de elección y expresión se debe reducir, y se ha de inhibir el ejercicio intelectual y su expresión. Y lo peor es que ese proceso, hoy, se intenta llevar a cabo en nombre de la ciencia y del bienestar.
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