El apetito de los zwengele
Resultaría edificante que los dirigentes de los partidos políticos españoles dedicaran algo de su tiempo a la lectura de las obras de Sir Lachlan Mungo McPhee...
McPhee narra en su obra las peripecias vividas por el reverendo Nathaniel Sinclair entre los zwengele, un europeo enfrentado a un mundo hostil y bestial encarnado en esta tribu antropófaga, adoradora del rayo y de las rectas que confluyen: la trayectoria de la lanza que detiene la del ave en cuyo pecho penetra; la línea de la sombra que fagocita el haz de luz solar en el crepúsculo; las miradas convergentes evacuadas desde cada uno de los ojos de Ntú Ollé, venerado hechicero y estrábico de nacimiento.
Los zwengele convivían escindidos en dos clanes irreconciliables desde tiempos inmemoriales. Tras meses de provechosa labor evangelizadora, cuenta McPhee, el reverendo Sinclair advirtió, para pasmo propio y admiración de los futuros lectores de sus aventuras, que los zwengele, fuera cual fuera el bando de su adscripción, reprochaban sistemáticamente a la secta enemiga la condición caníbal de sus miembros.
Tanto era así que cada facción encomendaba a uno de sus prosélitos la contabilidad minuciosa del número de hombres blancos que el enemigo se había merendado: exploradores extraviados, misioneros confiados, empleados del ferrocarril transafricano, naturalistas despistados, funcionarios coloniales abandonados repentinamente por su escolta…
Intrigado por tan extravagante comportamiento social, Sinclair resolvió intervenir en una de las agrias disputas que a diario enfrentaban a los secuaces de cada fratría.
El hombre blanco alzó la voz y, agradeciendo el sepulcral silencio con el que fue recibido su gesto, amonestó a la asamblea.
“Si todos vosotros sois caníbales, ¿a qué demonios viene criticarle al vecino su inclinación a la antropofagia?”, reconvino Sinclair en un correcto zwengele ablé, el dialecto local.
Algo debió de conmoverse en aquellas mentes primitivas.
Los interpelados percibieron la sabiduría que preñaba las palabras del hombre blanco, humillaron la cabeza en inequívoco signo de contrición, sonrieron a Sinclair, quien, a su vez y haciendo gala de enorme tacto, les sonrió, se miraron entre sí, volvieron la vista al extranjero y, todos a una, se abalanzaron sobre el desdichado reverendo y se lo papearon.
Insisto en que las direcciones de los partidos políticos españoles deberían someter a escrutinio el comportamiento de las sectas caníbales que documentó el difunto McPhee.
El cese del ex ministro Bermejo no fue considerado jamás por el partido mientras lo que estuvo en entredicho fue la honorabilidad de la institución del Gobierno de la Nación, probablemente un asunto menor para quien estima que la prioridad es la propia organización.
Sólo cuando se hizo evidente que las correrías cinegéticas del titular de Justicia supondrían un lastre para las aspiraciones electorales del partido, el cazador fue sacrificado.
Del otro lado, los populares también velan con celo de cenobita por los sacrosantos intereses de la formación.
Un tupido velo oculta los comportamientos corruptos, y si para protegerse han de ponerse en cuestión las instituciones del Estado, pues se hace y santas pascuas.
Como queda visto nada resulta indigesto. El partido come de todo.
De una a otra trinchera se cruzan reproches de irresponsabilidad, partidismo y desprecio a los principios democráticos.
Quizá los de un bando crean sinceramente que lo que observan en el adversario no es el pecado propio.
Aunque también, quizá, los caníbales de Sinclair creyeran, mientras disfrutaban del paladar salado de un buen muslo de pastor anglicano, que ellos habrían preferido de largo un buen plato colmado de acelgas.
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