Lucy es una chica aparentemente normal que, por circunstancias que se aclaran en la película, se ve envuelta en un complejo caso de tráfico de una potente droga, capaz de incrementar de forma algo inverosímil la capacidad cerebral; esto es, de activar diversas funciones y propiedades cerebrales a las cuales, se asume, no se suele tener acceso.
La ingestión accidental de esta droga hace que Lucy adquiera capacidades inesperadas, como mover pesados objetos, adivinar pensamientos ajenos, predecir situaciones, moverse con habilidades motoras que niegan la presencia de la gravedad y, por qué no decirlo, eliminar malvados a troche y moche.
La sugerencia de que en situaciones normales no usamos todas nuestras capacidades cerebrales, o lo que es parecido, de que sólo utilizamos un 10 por ciento de todas las funciones posibles de nuestro tejido nervioso alcanza rango de leyenda urbana y, por lo demás, tiene un origen de difícil rastreo.
El registro de la actividad eléctrica cerebral fue iniciado por Hans Berger en los años 20 del pasado siglo y fue desde su inicio un descubrimiento de amplia repercusión no sólo científica y médica, sino también cultural. El hecho de que el cerebro humano (como el de los animales) sea capaz de producir actividad eléctrica en forma de ondas cerebrales y que estas se relacionen de una forma más o menos inteligible con las funciones propias del cerebro, como estar despierto o dormido, siempre llamó la atención.
El avance de la electroencefalografía en los años sucesivos permitió definir con precisión la capacidad de determinadas áreas de la corteza (zona superficial) cerebral. Por ejemplo, la corteza cerebral más posterior (occipital) se relaciona con la percepción visual, mientras que la corteza más dorsal (parietal) se relaciona con el tacto y con la organización de los actos motores. Por último, la corteza que ocupa una porción más anterior (prefrontal) se relaciona con la toma de decisiones o, como diría algún filósofo, con el supuesto libre albedrío que nos permite aceptar o rechazar el negocio que se nos ofrece.
Los estudiosos de la actividad cerebral también hablaron de unas áreas corticales mudas, es decir, aquellas a las que no se les podía asignar con facilidad una función definida. Es posible que la existencia de estas áreas mudas se haya confundido en términos no estrictamente científicos con la existencia de zonas corticales que no se usan o, también, que permanecen en completa inactividad, se supone que porque no somos capaces de activarlas.
Hay que tener cuidado con los dualismos. Si bien Ortega y Gasset tenía razón con aquello de yo soy yo y mi circunstancia (es decir, el mundo exterior físico-químico y social que me rodea), la sentencia “yo soy yo y mi cerebro” no tiene mayor sentido. Para la neurociencia contemporánea, yo y mi cerebro somos la misma cosa, o dicho de otra forma, la conciencia de mi yo es una de las muchas funciones cerebrales, como pueden ser oír, sentir el tacto de los objetos, poder organizar los músculos para tocar el piano o, por último, pensar y entender el mundo que nos rodea.
En principio, todas las neuronas que forman el cerebro humano (¡unos cien mil millones!) están activas todo el tiempo, tanto si estamos despiertos como si dormimos plácidamente. Así que la idea de que hay zonas cerebrales inactivas no es correcta en absoluto.
Podemos tener en casa centenares de libros, pero eso no nos sirve de nada si no los leemos. Pueden existir muchos países y civilizaciones diferentes de los que no sabremos nada si no los visitamos y entendemos. Nuestro entorno terrestre es enormemente hermoso y variado, pero tenemos que hacer el esfuerzo de mirarlo y admirarlo. El cerebro está incompleto sin información, la cual no se adquiere precisamente con pastillas, sino con motivación, interés y dedicación. Así pues, menos química y más biblioteca.