Leer un periódico, escuchar un informativo radiofónico o ver noticias en la tele es un auténtico ejercicio de heroicidad en los tiempos que corren. Soslayar la sensación de profundo asco y desolación que nos inunda ante la información diaria es un trabajo titánico, sobreponernos a la podredumbre circundante nos deja exhaustos. Maldad, mentira, corrupción e injusticia cabalgan por las páginas de diarios y las noticias radiotelevisivas como los cuatro jinetes del Apocalipsis, arrasando nuestras ilusiones, aplicando la táctica de la tierra quemada sobre la poca confianza que nos va quedando en este sistema; la actualidad a horcajadas sobre el caballo de Atila para que no crezca la hierba de la esperanza en esta sociedad.
Esta sensación de yermo social, de Chernóbil democrático, incluso de desierto espiritual y moral, provocan que muchos pleguemos las velas de lo colectivo y nos ocupemos de lo individual, de lo que afecta a nuestra familia y amigos. Es una época de introspección individual, de egoísmo obligado, en la que si la hierba de lo colectivo no crece por culpa del inmoral caballo de Atila, cada cual se preocupa por plantar en su diminuto parterre particular las flores de la individualidad, esas cuya belleza y fragancia solo disfrutará uno mismo.
Cuando este exilio a lo personal, condicionado por una realidad hostil y cuyos vencedores siempre son los espabilados, coincide con una época del año que invita al íntimo y sorprendente viaje del descubrimiento de nuestro propio ser, se da la combinación perfecta para que optemos por vivir otras realidades. Le daba vueltas a esto en una de las atardecidas lluviosas de la semana pasada, con un mes de noviembre que por fin sacaba pecho para mostrar sus condecoraciones otoñales, sus galones de fríos y cielos negros, para que nadie lo ninguneara como si fuera prolongación del verano septembrino o un prematuro de la primavera. Esa tarde, tan desapacible que me hizo buscar el acogimiento de la mesa de camilla, el sol encapsulado de la lámpara y la compañía del mejor amigo del hombre, los libros, pensé que quién necesitaba de una realidad de corrupción estructural, políticos con pedigrí y sin capacidad, instituciones carcomidas y palabrería inservible.
Frente a esa realidad, decidí, aunque fuera por unas horas –este tiempo que nos pertenece jamás puede ser medido con el reloj-, existir en otra realidad, la que me ofrecía, cálida y acogedora, aquel libro abierto en mis manos. Apagué la televisión, oculté la prensa del día: para la incursión en la realidad elegida sobran las realidades que otros quieren hacernos creer que son la única realidad existente. La desesperanza pesa demasiado en este viaje.
Quizá alguien me diga que solo es ficción, que en momentos como el actual hacer algo así es una huida, o una deserción. No lo sé, solo sé que hay pistas que indican lo contrario, evidencias de que esta mal llamada ficción, la de los buenos libros, es una realidad absoluta y tangible, una alternativa a la realidad colectiva y a la que nos muestran a través de los medios de comunicación; más que ficción es una realidad transformadora, purificadora, capaz de insuflar ánimos en el individuo y abrir su espíritu de manera que esté en disposición de acoger, unirse y empatizar con otros espíritus en pos de objetivos comunes. Me quedo con esa realidad de la buena literatura, me vivo en ella porque en ella me revivo, no solo como ser humano, sino como conciencia crítica y ciudadano libre con la misión de construir una sociedad justa. Y quien insista en convencerme de que solo es ficción, que me explique por qué el poder, cuando está en manos de los mediocres e injustos, persigue el saber, censura los libros y trabaja para lograr una sociedad sin cultura. El sueño de los dictadores es una sociedad de analfabetos.
Así que mi rebeldía la mostraré, además de escribiendo artículos y en mi vida diaria, leyendo y leyendo más, convirtiendo a los buenos libros y a la gran literatura en mi mejor opción política, ciudadana y democrática. Quien vive plenamente esa realidad regresa con las armas intelectuales, espirituales y humanas para luchar por una sociedad mejor. La cobardía es analfabeta, quien lee jamás será un cobarde.