Cada cierto tiempo aparecen noticias de sectas, y nos sorprende que personas como nosotros caigan en sus engaños y lleguen a cometer acciones demenciales ordenadas por un líder iluminado. No comprendemos cómo se puede amordazar la capacidad crítica del individuo, cómo anulan su libertad y doman su voluntad para que asuma como realidad una serie de patrañas que pretenden conformar un mundo solo accesible para los elegidos. Para ello, los imputs del mundo exterior son filtrados por el líder, quien los interpreta y manipula a su antojo para presentarlos ante sus seguidores de manera que sigan creyendo en su misión y confíen en sus acciones.
Viendo hace unos días el discurso de Mariano Rajoy en la Junta Directiva Nacional del PP no pude evitar que se me viniera a la mente la imagen de una secta. Y lo digo por su alejamiento y cerrazón con respecto a la realidad política y social de este país, creando una burbuja de autoconsumo que nada tiene que ver con el día a día de millones de ciudadanos y eludiendo cualquier responsabilidad propia en los resultados negativos, como por ejemplo los de las elecciones andaluzas. Fue un discurso con notas sectarias: todo lo bueno es un logro propio mientras que lo malo viene de fuera, dogma que no hace otra cosa que aislar aún más al partido de la sociedad y obstinarlo en su política neoliberal hasta convertirlo en una especie de quiste enconado para la ciudadanía.
Otro rasgo de las sectas que Rajoy exhibió en su arenga fue la actitud paternalista hacia una ciudadanía inmadura política e intelectualmente, que no es capaz de reconocer su valentía a la hora de emprender las profundas reformas a las que ha tenido que someter al Estado. Incluso la trata de veleidosa al afearle que se deje camelar por cantos de sirenas de foros de debate y pandillas de amigos, o de partidos cuyos líderes hay que buscar en las cafeterías; y lo dijo sin ruborizarse y sin que sus seguidores, o creyentes, elevaran la voz para preguntarle cómo una pandilla de amigos o un líder de cafetería pudo arrebatarles medio millón de votos en Andalucía.
El mesianismo y la asunción del martirio por los suyos también estuvieron latentes durante los cuarenta minutos de discurso rajoyano. Pidió confianza ciega en sus decisiones y prometió que los ciudadanos entenderían el mensaje del partido en las municipales y generales, abundando en esa manera tan cerril de concebir la política que reclama a la ciudadanía el esfuerzo de asumir las decisiones políticas aunque lesionen sus derechos y les causen perjuicios evidentes. En su delirio reclamó a sus apóstoles que salieran a evangelizar las calles, plazas y ciudades, explicando la necesidad de consolidar las políticas puestas en marcha por los populares para el progreso y bienestar del país frente a otras opciones apocalípticas. En ningún momento propuso el recorrido inverso, es decir, abrir las puertas del partido para que sean los ciudadanos quienes transmitan cuáles son sus inquietudes, necesidades y problemas, y sobre ellos armar la acción política; es otro rasgo sectario, considerar que yo sé mejor que tú lo que te hace falta.
Los aplausos y vítores de los creyentes consumaron este ritual de autoafirmación sectaria frente a los peligros y amenazas del exterior. Consideran que la ausencia de autocrítica y debate, que la alabanza desmedida y las llamadas a la unidad ciega y aborregada, son positivas; entienden por unión el seguidismo y por fortaleza el silencio hipócrita.
Como colofón, y para otorgar tintes de telepredicador al líder adorado, la prensa tuvo que seguir el discurso de Rajoy a través de un plasma, el símbolo de una política de eslóganes y marketing hecha para ser aplaudida y vitoreada por los propios y que establece una pared de cristal -en este caso de plasma- entre la secta y aquellos que podrían ponerla en peligro, ya sea los periodistas o la propia ciudadanía.
Viendo a este Rajoy pensé en su niña, aquella a la que habló a los ojos en el debate televisado frente a ZP. Y concluí que esa niña, defraudada por tanas palabras vanas, acabaría rebelándose ante quien quería arrebatarle su libertad y convertirla en una creyente más de su secta que votara cada cuatro años.