En estos días de abril paso por el exterior de la capilla real de la Catedral y les prometo que escucho unos ruidos casi inaudibles que me turban. Sé que pensarán que estoy loco, pero creo imaginar, al otro lado del muro catedralicio, al Santo Rey revolverse en la urna que le labró Juan Laureano de Pina. Lo hace porque es incapaz de entender esta ciudad que él reconquistó a los sevillanos musulmanes para levantar los cimientos de la urbe cristiana; le enerva tanto disloque de sus gobernantes y tanta aceptación desidiosa de sus gobernados. El patrón de la ciudad lleva varios años viendo el espectáculo chusco de cómo han convertido su festividad en un comodín que el gobernante de turno cambia a su antojo por otro día para transformarlo en fiesta local. Ningunean sin rubor casi ochocientos años de historia, y al patrón le crujen los huesos de indignación.
Este año lo han vuelto a hacer, han decidido que el 30 de mayo no sea fiesta local en beneficio del miércoles de Feria, un cambio que, además de no entender a quién beneficia, daña el espíritu colectivo de una ciudad con varios siglos a sus espaldas. Les puedo parecer exagerado, pero es un granito más de arena que sumar a los muchos que ya se acumulan sobre la ciudad y están sepultando su rostro más auténtico, permitiendo que con ese montón informe se construya un arenoso castillo hortera al que el primer viento de novelería derribará para cambiarlo por otro más chic. No es una mera cuestión de trasladar un festivo, es algo más hondo, que evidencia una manera de tratar a la ciudad irrespetuosa con su pasado, que juega con sus tradiciones más simbólicas y radicales; degradar del rango de fiesta local una fecha que conmemora el patronazgo de un personaje histórico y crucial para la ciudad -con sus aciertos y errores- es un síntoma preocupante de la degeneración de los valores ciudadanos y una alarma que nadie parece escuchar. No es un simple cambio de fechas, sino un trueque donde damos cultura, historia, legado, fe -para quien la profese-, arraigo, autoafirmación, diferencia, unicidad, por estandarización y desnaturalización con el único fin de convertir una fiesta popular en un producto de mercado que genere más visitas, más consumo y mayores beneficios. Restan ya pocas ciudades únicas, con personalidad y capacidad para dotar de sentido la vida de sus ciudadanos, pero si aquello que nos hacía exclusivos como colectividad se deja en manos de la incultura y el mercado, acabaremos convertidos en franquicias impersonales de urbes sin alma.
Quizá una de esas notas que hacían de Sevilla una ciudad única fuera su tan cacareado sentido de la medida, algo etéreo que solo reconocemos ahora que empezamos a perderlo, sobre todo en las fiestas. Se han gastado toneladas de tinta escribiendo sobre su pérdida durante la pasada Semana Santa, diagnóstico que se reafirma con la Feria de Abril, cuya celebración ha desbordado los límites temporales tradicionales. La Feria ya no comienza la noche del lunes del alumbrado, ni siquiera el fin de semana anterior, ahora pueden encontrar casetas llenas desde dos semanas antes. Este abuso acabará convirtiendo el tiempo de lo extraordinario -la fiesta- en ordinario, no solo en el sentido de algo común y anodino, sino también vulgar, artificial y, finalmente, prescindible. Mientras el pueblo pierde el placer de lo excepcional que toda fiesta ofrece creyendo que lo gana en dosis mayores al alargarla, las marcas comerciales aplauden pensando que cuanto más larga, más venderán. Y la fiesta que deja de pertenecer al pueblo para satisfacer otros intereses -económicos, turísticos, políticos- acaba por convertirse en yugo que lo esclaviza y aliena sin otorgarle la plenitud de antaño.
Las decisiones arbitrarias y la pérdida del sentido de la medida de las fiestas que vertebran la sociedad acabarán convirtiendo la ciudad en un parque temático estándar sin alma; y a las fiestas en vísperas de lo que antes fueron sus propias vísperas. En la película Troya, Aquiles decía “Los dioses nos envidian porque somos mortales, porque cada instante nuestro podría ser el último, todo es más hermoso porque hay un final”. Volvamos a convertir Sevilla en la envidia de los dioses.