la época dorada de los tramposos –aunque los hubo siempre y siguen existiendo en este tiempo nuestro- la encontramos en Argentina en los años 60, especialmente en un equipo, Estudiantes de la Plata. Osvaldo Zubeldía organizó el primer equipo tricampeón de América. Bajo su mando, Estudiantes ganó las Libertadores de 1968, 69 y 70, y la Intercontinental de 1970 al Manchester United de Bobby Charlton, George Best y Denis Law. El partido de vuelta en Old Trafford fue de una violencia tan extrema que el titular del Daily Mirror al día siguiente fue simplemente ¡Animals!.
Era aquel un grupo experto en todo tipo de argucias, que patentó la guerra sicológica aplicada al fútbol. Estudiaban las circunstancias personales de los rivales para utilizarlas durante los partidos: a Raúl Bernao, mítico puntero de Independiente que tuvo la desgracia de matar accidentalmente a un amigo durante una cacería, se pasaron todo el partido diciéndole “asesino, mataste a tu amigo para cogerte a su mujer…” Roberto Perfumo, probablemente el mejor central de la historia del fútbol argentino le tiró un día una patada a Bilardo durante un Estudiantes-Racing a finales de los 60, que si lo coge lo hubiera retirado; “en ese momento lo hubiese partido por el medio”. Dijo después.
La leyenda negra de Estudiantes tuvo una coda ajustada a sus méritos. En 1969 se enfrentó en la final de la Copa Intercontinental al Milan de Gianni Rivera. En la ida ganó el equipo lombardo con comodidad por 3-0, pero la vuelta, jugada en Buenos Aires, fue una carnicería. El partido fue televisado y pudo verse en todo el mundo. Tan feroz fue la actuación de “los pincharata” que al día siguiente el dictador argentino de turno, el general Juan Carlos Onganía ordenó la detención y encarcelamiento de tres de sus jugadores, Manera, Poletti y Aguirre Suárez.
Fueron enviados a la prisión de Bariloche, al sur del país, y hasta allí viajó Bilardo, que se instaló en la puerta y se declaró en huelga de hambre en solidaridad con sus compañeros. A Ramón Aguirre Suárez lo suspendieron de por vida en Argentina; fue entones que recaló en el Granada CF, donde formó con Pedro Fernández y Julio Montero Castillo un trío espeluznante. Carlos Salvador Bilardo trasladó algunas de las argucias que usara como jugador a su trabajo como entrenador. Para ganar todo vale, era su filosofía: “Yo digo que al contrario no hay que darle ni agua, el “fair play” es un invento de los británicos. En el fútbol de hoy nadie da ventajas, por eso mis equipos no deben regalar nada”.
A esa doctrina suya del “vencer o morir” pertenece el aviso a los jugadores que se llevó al Mundial de México 86: “chicos –les dijo- echen en la maleta un traje y una sábana. Si ganamos volvemos de traje, si no ganamos nos vamos a Arabia”. Pero ganaron, porque en aquel grupo estaba el mejor Maradona, y Argentina no necesitó otra cosa que encomendarse al pelusa para salir campeón. Como dijo alguien, si Maradona hubiese nacido en Toronto, Canadá le hubiera ganado la final de aquel Mundial a los alemanes.
Pero cuatro años más tarde, en Italia 90, con Maradona ya en tratos de confianza con la cocaína, Bilardo volvió a las andadas. El 24 de junio de 1990 Argentina se jugó el pase a semifinales contra su enemigo secular, Brasil. En un momento del partido un jugador cayó lesionado. Entonces, el masajista argentino, a quien llamaban Galindez, entró en el campo –hacía un calor tremendo- y repartió entre los jugadores unos bidones de agua. Branco, excelente lateral de Brasil, con una zurda prodigiosa, cogió uno de ellos. Y ya no se le vio más. Anduvo errante todo el partido, como ido. La historia empezó a circular enseguida: lo habían drogado. Durante años se habló del asunto, que se convirtió en una leyenda urbana que nadie podría demostrar nunca.
Hasta que catorce años después, en 2004, Diego Armando Maradona, tan extraordinario futbolista como extravagante ciudadano, hizo gala de su fama de “bocachancla” y en un programa de televisión reconoció la trampa. Se supo entonces que Bilardo ya intentó hacer lo mismo en México, pero se echó atrás ante la oposición firme de algunos jugadores. El bidón que le entregaron a Branco contenía Rohypnol, un sedante. Preguntado, Branco se mostró aliviado de que por fin se hubiese destapado la verdad. Y demostró de paso que fue y sigue siendo un deportista en el sentido más estricto de la palabra: “me drogaron, es verdad, pero Argentina nos ganó bien. Nos ganaron porque Maradona hizo una jugada fantástica en el gol de Caniggia”. Un señor.
La paradoja es que Carlos Salvado Bilardo, que en Andalucía nos dejó un episodio digno de su biografía, el “písalo, písalo” en Riazor, dirigido al fisioterapeuta del Sevilla, Domingo Pérez cuando se disponía a ayudar a un jugador lesionado del Depor, es, fuera del campo, una persona de un trato entrañable, del que personalmente puedo dar testimonio. Pero su biografía futbolística, me temo, no se librará nunca de la fama de marrullero.
Un estupendo entrenador, Arrigo Sacchi dijo que “las victorias quedan en los libros, pero la forma de conseguirlas se queda en la cabeza de la gente”. Para lo bueno, y desgraciadamente para Bilardo y para los que piensan como él, también para lo malo.
Las trampas de Bilardo
“La historia del fútbol –escribió Eduardo Galeano– es un triste viaje del placer al deber”. Del placer de ganar, a la obligación de hacerlo y al miedo a perder. En ese trayecto se subieron al tren todo tipo de pillos, que a falta de talento verdadero idearon las tretas más insospechadas para ganar l
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