La actualidad nos ofrece periódicamente pruebas de que la realidad supera con creces a la ficción...
La actualidad nos ofrece periódicamente pruebas de que la realidad supera con creces a la ficción. En 2002 se estrenó una película titulada Las hermanas de la Magdalena, que narraba las vejaciones a que eran sometidas cientos de muchachas en los conventos irlandeses de esta orden. Por supuesto, la Iglesia católica levantó su voz indignada contra la película de Peter Mullan y sus infames acusaciones. Ahora podría hacerse otra asumiendo como guión el informe que tras nueve años de investigaciones ha certificado el abuso “endémico” que sufrieron los 35.000 niños que entre los años 50 y 80 fueron acogidos por instituciones regentadas por órdenes católicas irlandesas. El informe documenta todo un catálogo de horrores que van desde los castigos físicos a los abusos sexuales y concluye que la cúpula eclesiástica irlandesa sabía de ello.
No son casos aislados, como los que ha tenido que enfrentar el Vaticano hasta ahora. Se denuncia un sistema diseñado sobre la base del castigo y el abuso, y amparado por un silencio protector propio de una organización mafiosa. Un silencio impuesto también a la Comisión Investigadora puesta en marcha en el año 2000 cuando un documental y un aluvión de denuncias hicieron imposible contener el escándalo. Entonces las autoridades religiosas ofrecieron colaboración a cambio de que nunca fueran desveladas las identidades de los agresores. Esperamos pacientes a que el Papa, tan proclive a la condena de los pecados ajenos, muestre públicamente su severidad moral con los suyos. Esperamos pacientes a que la Iglesia rectifique y ponga nombre y apellidos a los agresores. Y si no es así, que la justicia irlandesa lo haga cumpliendo con su deber de perseguir el delito e identificar al delincuente. Lo merecen las víctimas, por supuesto, pero lo merecen también los religiosos irlandeses que no se hayan manchado las manos en este escándalo. El cardenal irlandés Sean Brady se mostró “profundamente apenado y avergonzado” por lo sucedido. No conviene que dé más razones para la vergüenza con un silencio cómplice.