Alquilé una habitación individual con el aseo al final del pasillo. Veinticinco euros la noche, justo al alcance de mi magra economía. La habitación era amplia con una cama doble; a la derecha de los pies había una mesa y una silla rellenando la esquina; un poco más a la izquierda una ventana que daba a un patio interior donde las conducciones de los humos de las cocinas trepaban hasta el tejado como enormes gusanos de aluminio riza-do, y cada dos ventanas había un cordel donde se secaban prendas interiores que sin duda correspondían a chicas jóvenes dado lo exiguo de su tamaño y el atrevimiento formal de las mismas.
En la esquina izquierda surgía de la pared un pequeño armario de mampostería. Arriba una estantería con un par de mantas y, debajo, una barra con algunas perchas. Frente a la cama un lavabo y un amplio espejo. Por aquellos días el insomnio me llevaba hasta altas horas de la madrugada con la claridad de una vigilia desesperadamente larga. Cerré el libro cuando me di cuenta de que había leído el mismo párrafo varias veces y los renglones navegaban por la página a su antojo, como si notaran que mi esperada somnolencia tiraba de mis párpados y, rápidamente, volvían a su sitio cada vez que hacía un esfuerzo por seguir leyendo.
Apagué la luz y recé –lo siento, pero a pesar de todo, soy creyente aunque inconstante y heterodoxo donde los haya–. Y empecé a escuchar voces y susurros, puertas que se cerraban con violencia innecesaria y pisadas amortiguadas por la alfombra que cubría el pasillo, y que como una piel mal hidratada y desprotegida del sol, se estaba despellejando por algunas esquinas.
Por la pared donde estaba el lavabo se colaba la conversación de una pareja que trataba de ponerse de acuerdo sobre el programa que iban a ver en la tele. Antes, ella había ido a ducharse porque se lo oí decir: “Cariño, voy a ducharme. Estate atento cuando pegue para abrirme enseguida, que no quiero que me vea nadie esperando delante de la puerta”. El marido articuló algo así como un gruñido desganado de aceptación y ella corrió hasta el cuarto de baño. La pared de la cabecera de mi cama daba a otra habitación donde dos ciudadanos alemanes hablaban en voz alta.
Llegaron al hostal mientras yo estaba en recepción entregando la llave. Vestían esos trajes de motoristas que hacen que la persona que va dentro componga una figura más parecida a los primeros escarceos del homo erectus para liberar sus manos que a un ser humano evolucionado. Del codo les colgaba el casco. Eran mayores, con la cabeza coronada con el blanco paso del tiempo pero ágiles y fuertes. Uno de ellos hablaba un castellano bastante desenvuelto.
Pero ahora, en la habitación hablaban entre ellos en esa lengua de articulación imposible, fonética militar y ortografía consonántica que, sin embargo ha sido la lengua de los mayores compositores que ha tenido la historia de la música y de las cabezas organizadas de tal modo que en algunas de ellas se gestaron las ideas y pensamientos que más influencia han tenido en la historia de la humanidad.
Cuando ya me dormía recordando un verso de Hölderlin, escuché las risas entrelazadas de varias jóvenes que en ese momento salían de sus habitaciones, bajaban por las escaleras y se adentraban en la fiesta de la noche dejando un olor dulzón, sugerente y estimulante detrás de ellas que se coló por de bajo de la puerta de mi habitación. Luego todo quedó inundado de un silencio muy espeso.
Entonces me concentré en mí. Escuché los ruidos de mis intestinos que se quejaban de mi escueta y estrafalaria cena. Después escuché mis propios susurros: “Puedes hospedarte en los hoteles más anónimos o reconocidos. Puedes viajar a los lugares más recónditos o cercanos. Pero recuerda que el viaje más largo y difícil es el que se hace hacia el interior de la propia persona. El hospedaje es tu propio cuerpo y sólo de ti depende que esté iluminado por la sonrisa o cegado por la pena”.