Hace años, el alcalde socialista de una gran localidad sevillana hablaba con entusiasmo de las primarias que auparon a Borrell al frente del PSOE. Por su forma de ser, no lo consideraba tan afín a ese tipo de democracia interna pero años después le tuve que reconocer su capacidad para saber dar un paso atrás en el momento oportuno y dejarle camino libre a quien le presionaba con la bandera de la renovación, eso sí, puesto y cargo garantizado como compensación a los años de servicio. Hasta hace muy poco, eso era el PSOE.
El esperpento que está sufriendo el PSOE no es nada más que la lógica evolución de aquella democracia interna frustrada tras la caída de Borrell. El PSOE defraudó a sus bases -militantes, simpatizantes y votantes- y tomó las riendas el aparato que tanto los ha alejado de la ciudadanía. Por mucho que se hayan empeñado algunos con aires frescos que han intentado cambiar las tornas, siempre ha terminado ganando el aparato egocéntrico que sólo quiere mantenerse. El partido (con sus 137 años de historia), lo primero.
Son ellos, los del aparato del partido, los que tienen que decidir cómo salen de ese camino sinfín en el que se han metido. Porque los militantes, constreñidos por un Estatuto que marca que entre congreso y congreso son sus órganos de dirección los que mandan, tendrán que espera a ver si le dan voz y voto. Y no parece que en esta ocasión se la vayan a dar. A los pocos que queden, claro está.
Y mientras, los populares frotándose las manos, sabedores de que una buena parte de los ciudadanos los verán a ellos como ese partido de Estado capaz de sacar a España de donde está, porque, no nos engañemos, el votante ya no busca ideologías, ni programas ni liderazgo.
Ahora prima más la seguridad y si tradicionalmente lo nuevo no atrae a esa mayoría, con un PSOE descalabrado, lo que no sea abstención será apoyo para lo que ya está, que es el PP y con todos sus defectos. Mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer.