Domingo de Ramos. Tres de la tarde. En Sevilla las palmas revolotean sobre un cielo que abre sus puertas al Dios de los cristianos, el que respeta toda condición y fe. El mismo que perdona a todo aquel que le rechaza la mano. Pero pasa a esta tu salita, que no todo el monte es orégano.
Hay una Tierra Santa que no entiende de puertas, ni de creencias, ni de historia. Hay un lugar en el mundo tan santo como los pasos que Cristo dio por la tierra prometida de Moisés. Hay un lugar que no tiene memoria y que tapia las verdades por miedo a lo que fue y no a lo que será.
Realmente Jerusalén es una tierra tan segura que apenas el temor inquieta. El respeto es una forma de entender sus vidas. Saben que deben convivir musulmanes y judíos para que el rincón del mundo más sagrado para la cristiandad siga rentando en el sector turístico. Nunca sentí lo que los informativos desde aquí me contaban. No vi un tanque por las calles, ni siquiera una detención policial. No percibí un insulto ni un vocablo malsonante. Es la realidad de lo percibido, aunque escuece ver como el cristianismo en la tierra de Jesús más bien brilla por su ausencia.
Y desde ese vulnerable lugar, Getsemaní, donde Cristo rezó por última vez antes de ser prendido en el Huerto de los Olivos, miré al horizonte y me pregunté: ¿Por qué aquella puerta estará cerrada? ¿Por qué las piedras esconden la verdad de lo que la mísmisima historia cuenta?
Allí, por aquella Puerta Dorada, Jesús entró entre vítores en la ciudad de Jerusalén un Domingo de Ramos. Por aquel arco Cristo mostró al mundo su bondad a lomos de un borriquillo sin miedo al martirio que el destino le deparaba. Pero hoy esa puerta está tapiada por una fe musulmana que quizás por miedo a la verdad teme que la luz siga atravesando a la Tierra Santa en el nombre del Señor.
Quizás por ello Sevilla cada año se vista de Jerusalén y a la puerta de la gloria la ciudad le trace una rampa que cruza y alcanza la luz de los cielos. Porque en la Jerusalén sevillana cada Domingo de Ramos Jesús sentado en un borriquito para anunciar que la salvación de los hombres no entiende de razas, ni de religiones, sino de una Puerta Dorada que, en las reminiscencias de aquella ciudad vieja, aquí siempre se abre de par en par cada Domingo de Ramos en la Plaza del Salvador. En definitiva y sin desmerecer, esa es nuestra fe. Esa es nuestra creencia. Amar y respetar.