Ya no son tiempos de grandes mitos fundacionales. Los mapas están trazados con tiralíneas y con muchas sangres vertidas por los campos de batalla. Las naciones descubrieron en la pólvora la razón histórica de su derecho. Lo demás es literatura romántica. No hay rabia que se perdone ni acontecimiento del pasado que posea más fuerza que el horizonte de controlar el poder de un nuevo estado.
En las ruinas del socialismo real, la no alineada Yugoslavia se troceó al gusto de los antiguos gerifaltes del partido único que vieron en la fragmentación territorial del país el camino directo para detentar un poder de estado en un tiempo de oportunistas y oportunidades. Kohl, al que venera la historia – y una eurodiputada socialista le concede la distinción de gran socialdemócrata, sin dimitir acto seguido -, apostó por Eslovenia y el derecho de Croacia sin apurar las consecuencias que su decisión habría de tener sobre los vecinos. El Vaticano hizo lo mismo. Y la Francia de Miterrand. Al poco una monstruosa guerra, de la que algo sé, sacudió la vida de millones de personas que hasta entonces habían vivido en paz y armonía.
El nacionalismo siempre se instrumentaliza por algún listo que hace de la opereta el himno oficial de la causa. Son políticos, siempre, de vodevil y puertas que se abren y se cierran. Muy al gusto de emular a Mas o a Puigdemont, veteranos políticos cuya credibilidad patriótica se desenvuelve al mismo ritmo que sus intereses de secta, de partido y los asuntos propios, algo así como los moscosos del interés patriótico político personal. Vemos a Junqueras mirar de aquel modo y pensamos que es asunto de nacimiento, pero no es así. No sabe a estas alturas del partido hacia dónde poner la vista mientras evalúa el riesgo de su patrimonio en esta empresa estéril.
Entre el horror y el sainete solo hay un abismo de dolor. De momento, y gracias a Dios, aquí no andamos en esas. Más bien en las contrarias. Vamos del sainete al entremés: el día 2 comenzará la segunda parte, elecciones, nuevo parlamento y gobierno vaya usted – o Roures – a saber de qué color.
El nacionalismo tiene esas cosas, que lo hacen infinito y a veces hasta simpático. Pero en este país de tantos dolores, no tiene mucha gracia tener que soportar a rajoyes y puigdemonts como si fueran pavones y zidanes. Porque ni lo son ni lo parecen y su juego es más bien insoportable.
El nacionalismo moderno es el que pelea por el progreso en el ámbito de gobierno. La fibra óptica, la atracción de capitales e inversores, la investigación y el desarrollo serían las herramientas de una causa digna en favor de la ciudadanía, ese ente abstracto que para unos solo sirve para portar banderas y derramar lágrimas, y aportar donativos. Defender a tu gente es algo más que defender tu poder: es hacer política social, equidad y repartir riqueza y oportunidades. Pero eso precisamente es lo que hace incompatibles los términos izquierda y nacionalismo.
La patria, en general, siempre es un subterfugio. Es lo que hay.