La transición de la dictadura a la democracia trajo un nuevo modelo político y social en el que la derecha españolaha sido incapaz de construir un discurso modernizador y diferente del heredado del viejo franquismo institucional y sociológico. Siempre a remolque en derechos, libertades, visión de Estado o cambios en los paradigmas básicos de las relaciones sociales y culturales. Si a eso sumamos los viejos tics, nos da, por ejemplo, el modo en el que la derecha, rancia y apolillada, abordó el matrimonio homosexual o el fin del terrorismo.
La sociedad del 78 se edificó sobre el consenso constitucional, la estabilidad política y el estado de bienestar. Ninguno de estos pilares ha resistido el quinquenio de gobierno de Rajoy, aunque ya venía de antes su incapacidad para entender la evolución social de nuestro país y la deslealtad para hacer daño electoral en asuntos de ‘Estado’. Vuelvo a poner de ejemplo el fin del terrorismo y añado ahora la reforma del Estatut de Catalunya.
Ni consensos generalizados, ni estabilidad política ni estado de bienestar. La derecha decidió que al albur de la crisis había llegado el momento de aplicar en nuestro país la doctrina del shock que tan bien describe
Naomi Klein.
Y aquí estamos. Ahora, en Catalunya – donde gobierna la segunda derecha más corrupta de Europa tras el PP, con el apoyo pragmático y sentimental de la izquierda radical más estúpida del continente-, se termina por reventar los puentes construidos en la transición mediante el consenso constitucional y el esfuerzo por asegurar la estabilidad política. Dicho de modo claro, se han echado al monte independentista para tapar vergüenzas y excitar pasiones sentimentales de patriotismo nada edificante.
Rajoy y Puigdemont son anverso y reverso de la misma moneda sisada a los ciudadanos. Al amparo de la crisis han sacado las banderas para envolver la corrupción y las políticas neoliberales de recortes. Ambos se han cargado tenazmente derechos y libertades básicas así como el principio de solidaridad unido al valor de la convivencia. Ambos son causantes de pobreza y sufrimiento social.
No soy nacionalista. Me repugna el nacionalismo. El espectáculo de meses dado por la Generalitat solo podía tener como colofón el espectáculo dado el domingo por el Estado lanzando antidisturbios. Así comienzan las desgracias fatales en Europa. Con porras o con fiestas pijama: ambas llevan el estigma de Caín en su interior, el fin de la convivencia.
En esta tragicomedia de golfos y petulantes solo queda volver a votar. A ver si salvamos algo de aquél acierto democrático que tanto bien hizo a pesar de los detractores de hoy, y cambiando banderas apolilladas y caralsoles abominables por unas nada metafóricas urnas de cristal rescatamos nuestro derecho a vivir en paz.