No hay nada más absurdo que el viaje a ninguna parte. En los cuartos de banderas a finales de los 70 colgaban carteles que decían “No digas país, di España”. Luego, en el trayecto autonómico, se deslizó el concepto Estado Español, un circunloquio para evitar decir la palabra maldita. En esas hemos estado los cuarenta años que el terrorismo nos ha acompañado con su sangrienta sombra: España era en sí misma un sortilegio maldito que había que extirpar del lenguaje.
La invocación cuartelera a la patria era el reflejo del abismo que se abría a los pies del tardofranquismo y una forma ingenua de tratar de evitar lo inevitable, la democracia. Así que fue quedando el estigma de España como sinónimo de un pasado inapelable. Un error. España, al fin y al cabo, no es más que el país en el que vivimos y el estado español no es otra cosa que su forma de organización política. Andar en esas cosas conduce a la irracionalidad y el absurdo, al viaje a ninguna parte, la base desde donde hacen política los miserables.
Cuando veo el antipatriotismo patriótico de los que en aras de un discurso progresista se oponen a la bandera de España enarbolando otra, me quedo perplejo. He visto manifestaciones de la izquierda patriótica vasca aplaudidas por los que en Madrid decían que ‘pasaban’ de la patria y que eran ciudadanos del mundo. Manis con escenas pastoriles y atuendos tradicionales con la estética del romanticismo y el nacionalismo que nos llevó a los horrores del siglo XX. Sus símbolos patrióticos trataban de disimular el olor a pólvora y la sangre derramada. Me daban asco.
Ahora volvemos al abismo de la mano de un partido corrupto que golpeaba con su policía sin piedad a quienes se oponían a los recortes sociales, cuando eso era ser de izquierdas. Van de la mano los que golpeaban y los que recibían los palos porque les une la bandera y el sentimiento nacional, ya no hay más izquierda que la independentista o la condescendiente. No es extraño, desde que Podemos entró en el parlamento no hemos vuelto a oír hablar de desahucios ni de pobres ni de desnutrición infantil ni de pobreza extrema. Milagro.
La patria como sentimiento es el prólogo del horror. Ver gente atenta a una pantalla gigante como si Messi fuera a marcar un gol, pendientes de proclamar la patria y luego su cara de decepción es abominable. Los sentimientos no pueden ir unidos a eso. El dolor, la enfermedad de aquel a quien quieres, el amor, la compasión, eso son sentimientos decentes y dignos. Lo otro es la antesala del fuego y el humo, las cicatrices de Europa.
Prefiero oponerme a los muros y las fronteras que dividen el mundo entre ricos y pobres y recibir, de una vez, a los refugiados que huyen del hambre y de la guerra en una Europa abierta libre de miserables puigdemones y otras larvas del mal.