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Matrícula de deshonor

Droga tras los barrotes

La necesidad constante de “meterse” tras las rejas agudiza el ingenio, y los presos logran adaptarse a las alternativas con tal de traficar o consumir

Publicado: 26/04/2018 ·
12:58
· Actualizado: 26/04/2018 · 12:58
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Autor

Federico Pérez

Federico Pérez vuelca su vida en luchar contra la drogadicción en la asociación Arrabales, editar libros a través de Pábilo y mil cosas

Matrícula de deshonor

Un cajón de sastre en el que hay cabida para todo, reflexiones sobre la sociedad, sobre los problemas de Huelva, sobre el carnaval...

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La semana pasada leía a Rosa Font en uno de sus artículos sobre el fallecimiento de dos reclusos en el centro penitenciario de La Rivera, Huelva. Dichas muertes ocurrieron en menos de una semana, y por causas desconocidas; aún en proceso de investigación, a espera de autopsias que desvelen datos esclarecedores. Este hecho no es exclusivo de La Rivera, y es más habitual de lo que parece en las prisiones españolas. Al margen de las controvertidas situaciones por las que pasa la prisión onubense, que bien aclaraba Rosa en Páginatres, no me sorprendería nada que la sobredosis fuese una de las causas, así como algún tipo de sustancia con un mal corte, siento éste un hábito asiduo que pone en peligro la salud de los internos sin que los funcionarios puedan controlar, dado el hacinamiento actual, que genera mayor dificultad para llevar a cabo un control más exhaustivo del paso constante de drogas al interior de los muros. La necesidad constante de “meterse o ponerse” tras las rejas agudiza el ingenio, y los presos logran adaptarse a las alternativas con tal de conseguir sus objetivos: seguir traficando y/o consumiendo.

En las cárceles españolas se consume, y mucho, con mayor dificultad, obviamente, pero es habitual el tráfico diario de distintas sustancias. El ‘trapicheo’ de benzodiacepina, hachís, heroína y quién se lo pueda permitir, cocaína, es constante, eso sin contar los inhalantes: cola, pintura, aerosoles, determinados productos de pintura, etc.  -con permisos especiales- que muchos internos pueden manipular, creándose cócteles que no sólo potencian la adicción, también despiertan patologías mentales que dificultan una posible reinserción social. Se debe tener en cuenta que entre un 50 y un  60% de la población reclusa es adicta y, a pesar de los distintos programas que se llevan a cabo -mis años entrando en prisión de forma semanal me avalan- no es funcional. Las cárceles no logran el objetivo de reinserción social y educación que deberían pretender en los casos de toxicomanía, es más, se crean nuevas adiciones, adaptándose a los escasos psicoaptivos existentes; con tal de “ponerse”, cualquier cosa es válida. Los escasos recursos que están implantados no se adaptan a las realidades existentes en las cárceles españolas y, o no son suficientes o no tienen las herramientas necesarias que motiven a los internos adictos para dejar el consumo. Espero que algún día las políticas penitenciarias encuentren soluciones más individualizadas y logren solventar las barreras que separan dicha metodología con las necesidades reales de dichos internos, rompiendo con la reincidencia constante y tan deprimente de muchos presos, que sólo aspiran a seguir consumiendo, sin que ya nada más les importe.

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