Parece que ocurrió hace toda una vida, pero fue ayer mismo, junio de 2017, cuando Pedro Sánchez ganó el XXXIX Congreso del PSOE. Se impuso, contra todo pronóstico, a Susana Díaz y, según lo previsto, al tercer candidato Patxi López. Y mientras Susana se retiraba, prudente, a sus cuarteles de invierno, Sánchez comenzó a liderar, según su particularísimo y voluble criterio, un PSOE entregado a sus pies. Apenas un año después, para asombro de propios y extraños, lograba desbancar de la presidencia del Gobierno a un Rajoy estupefacto, en un golpe de osadía democrática. Su éxito en la inédita moción de censura lo encumbró adonde los elegidos: el Poder era suyo y le tocaba gobernar. Todo parecía sonreír, por aquel entonces, a un Sánchez tocado por la fortuna, plenipotenciario, capaz de los mayores prodigios al son infalible de su tozudez y baraka. Y mientras, Susana, guardaba un desganado silencio, quién sabe si por meditada estrategia o por simple aburrimiento. La estrella de Sánchez lucía ascendente y la de Díazparecía eclipsarse en su palacio romántico a las orillas del Guadalquivir.
Pero por sus obras los conoceréis. Sánchez, desatado, promete lo uno y lo contrario, se hace y se deshace, avanza uno para retroceder tres, nos mete en entuertos imposiblespara después resultar incapaz de enmendar uno siquiera. Y cuando desde la taberna los sabios advierten tanto desatino en tan corto espacio de tiempo, cuando aprecian la soberbia del gobernante en la gloria de su poder aparente, con el viento de las encuestas a favor, no pueden por menos que recordar aquel aserto clásico y certero: los dioses, antes de destruirlos, los enloquecen. Sánchez, enloquecido, será destruido por esos mismos dioses, juguetones, que lo mimaron y encumbraron. Como tantos otros que se creyeron invencibles en la euforia de su fortuna no se percata de que, en verdad, ya está comenzando a caer. Pensó que podría alcanzar el sol, pero, cuando apenas si ha remontado el vuelo, la cera de sus alas ya se derrite. Las risas de hoy se tornarán en gritos mañana, las palmaditas en puñaladas, las lisonjas en duros reproches, la gloria en oprobio. La maquinaria del destino ya se ha puesto en marcha y nada ni nadie logrará enmudecer su tic tac fatal y traicionero.
Ha hecho bien Susana Díaz en guardar un prudente silencio. Pero desde su retiro andaluz, sufre por lo ve, por lo que sabe, por lo que le cuentan, por lo que presiente. Hasta ahora ha callado, pero pronto algo tendrá que decir. El silencio cómplice de Sánchez con la sedición independentista, la negativa primera a auxiliar al juez Llarena, el enfriamiento inevitable de la economía por la inseguridad que genera, el pase sin solución de continuidad de la foto solidaria del Aquarius a las expulsiones en caliente, entre otros muchos desmanes y yerros, anticipan el sufrimiento por venir. Porque todo lo que se hace tiene consecuencias y lo hecho y dicho por Sánchez y compañía lo terminaremos pagando los españolitos con nuestras lágrimas, nuestro bolsillo y nuestra paz. Susana lo sabe, pero, por lealtad o por desgana, no denuncia ni critica lo que ella sabe que debería denunciar y criticar. Son muchos los principales de su partido los que la llaman escandalizados por el devenir de los acontecimientos, pero ella escucha en silencio y se limita a mirar ausente el río grande a través de los ventanales dorados de su palacio.
Visto lo visto, sabemos lo que hará Sánchez, conducirnos hacia el desastre. Pero lo que nadie sabe, lo que todo el mundo ignora, es qué hará Susana. Se le nota triste, apagada. Sabe que algo debería hacer, pero no tiene ganas de embarcarse de nuevo en aventuras de incierto desenlace. Lo intentó una vez, con los vientos a su favor, y fracasó. ¿Para qué un nuevo esfuerzo, para qué un riesgo cierto? Estará tentada de aguardar a que los dioses finalicencon su tarea secular de destruir al que antes enloquecieron, pero sabe que, entonces, podría resultar tarde. ¿Qué hará? Pues eso, nos tememos, sólo lo saben los augures de las calendas y, esos, han decidido callar por ahora.