Hay ocasiones, en que toda la luz del mundo viene a alumbrar un solo instante, una apuesta mirífica a todo o nada; hay ocasiones, en que un verso, un poema, brilla y arde y se queda con nosotros, muy despacio y muy despierto, buscando cobijo en nuestra propia sencillez. Porque en el diario quehacer, en esa epifanía existencial que rodea nuestra cotidianeidad, se aparece, de repente, una lumbre que retrata el mismo yo que una vez fuimos.
Y en esa suerte de rueda universal, de tiempo sostenido sobre un espacio común, llegó a mis manos -y luego al corazón-, “Os doy mis palabras” (Sevilla, 2019) de María del Carmen Mestre. (Felanitx, 1943). Esta mallorquina, que durante décadas ha alternado la docencia con su labor literaria, suma con éste su cuarto poemario. En él, recoge según aclara en su nota previa, “una serie de poemas diversos y dispersos, la mayoría de los cuales han permanecido olvidados en distintas carpetas. Ahora los agrupo en tres apartados: poemas inéditos, poemas con premio y poemas que, generosamente, algunos poetas han escrito para mí”.
La naturaleza de la luz que antes citaba, se extiende al hilo de estos textos, en los que cabe la celebración de la vida y los lugares donde prendió, por ende, su llama, pero donde también asoman instantes de letargo, de sombras, de desamparo. Sobre todo cuando el verbo de la poetisa balear se inclina hacia el desamor. “Corazón maldito que inquietas mi afán”, escribió Alfonsina Storni. “Si te llaman, Amor, sabrás de amores,/ pero en esto de amar y sus dolores,/ en eso, Tú, Señor, no me superas”, le escribe a Dios con franqueza María del Carmen Mestre.
Las preguntas que se prenden al equipaje del alma, la tinta que anuncia el luto, los adioses que principian el olvido…, son también materia recurrente entre estos versos plenos de saudades y del que brota un decir hondo y casi siempre nostálgico. Tal vez, porque la vida se repita en su terca semántica, tal vez porque en la gramática del mañana no haya otro bálsamo que el expiar la conciencia, el sujeto lírico aguarda su indeleble condena como “un entreno para irse acostumbrando/ y aprender a morir como si nada”.
En ese pasar y estar al mismo tiempo, en esa lucha por dibujar un espacio en el que tengan cabida la soledad y el silencio, el ayer y lo infinito, la lluvia y la sed, María del Carmen Mestre afila sabiamente su materia verbal. Con unos acentos rítmicos muy bien articulados, su verso fluye con una sostenida narratividad que ayuda a entender mejor sualmadodesahogo, su bello y regresado clamor: “Este tren sin edad llega despacio/ y no lo sabes. Pasan rostros, sombras,/ desesperanzas y noviembre, pasa/ la ternura arrastrando su cadena./ Hay trenes como estrellas, trenes como/ turbias mazorcas, trenes como espejos/ que van rodando hacia la nada. Mira/ en ellos mi figura y compadéceme”.
Un poemario, al cabo, de albores y cenizas, de azules y cicatrices, para mejor entender y entenderse frente a la dicha y el dolor. Y frente al idioma de la melancolía y su indulgencia: “Sigo aquí como cándida simiente/ de ese fruto que aún no ha madurado”.