hace unos años, la Academia del Cine de Hollywood decidió condecorar al director Elia Kazan con el Oscar honorífico en señal de reconocimiento a su trayectoria profesional. Parte de las celebridades asistentes apenas se pusieron en pie cuando llegó el momento de la ovación; hubo algunos incluso que ni siquiera aplaudieron desde sus butacas.
Con su gesto censuraban a uno de los empleados de la industria que sucumbió a las presiones del senador McCarthy y ejerció de chivato durante el proceso de la caza de brujas. A Kazan, como a algunos más, no le han perdonado que denunciara a otros compañeros por sus vinculaciones con el Partido Comunista en plena Guerra Fría, pese a haber transcurrido medio siglo desde entonces.
Entre aquellos que ignoraron al maestro autor de América, América, La ley del silencio, Esplendor en la hierba o El compromiso, se encuentran algunos de los que esta semana han salido en defensa de la libertad de Roman Polanski. Son incapaces de perdonar a un delator y, al mismo tiempo, se muestran solícitos a la hora de pedir la inmunidad para una persona acusada de abusar y sodomizar a una menor.
Lo de la detención ha sido un despropósito, pero no lo es menos la actitud hipócrita con la que se atiende a cuestiones de enorme calado social protagonizadas por personalidades populares hasta el punto de convertir en contradictoria la propia admiración.
Yo siempre he sido admirador de la obra de Kazan y de la de Polanski -de éste mucho más desde que me enamoré de pequeño de Sharon Tate en El baile de los vampiros y más tarde conocí su trágico asesinato-, pero no logro a entender las dificultades existentes a la hora de desvincular al artista de la persona, como si en este caso Polanski hubiera dejado de ser lo segundo.
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