"Déjelo en el felpudo" es la frase que escucha cada día un repartidor cuyos clientes temen que, junto al paquete que les lleva, meta en casa el coronavirus, aunque también hay casos opuestos, como el del técnico que instala internet y es recibido como un superhéroe.
Juan Carlos y Leandro son dos de los muchos trabajadores con licencia para moverse estos días por un Madrid semivacío sometido al estado de alarma.
Su misión puede parecer intrascendente, pero para los confinados sus visitas suponen la diferencia entre estar o no conectado cuando parece que el mundo se derrumba o aliviar al fin la carencia de algún utensilio imprescindible.
También, a veces, para los solitarios, el inmenso placer de hablar con alguien que no sea la propia imagen reflejada en el espejo del baño.
MENOS ENCARGOS, MÁS TEMORES
Ecuatoriano, desde hace 30 años en España y con un hijo de año y medio, Juan Carlos es un autónomo que reparte pedidos con su furgoneta para una gran empresa de logística, desde cajas de fruta hasta ropa comprada por la web o 'routers' de una de las compañías telefónicas cuyos servicios ya se han vuelto imprescindibles.
Reconoce que todas las mañanas sale de casa con miedo, pensando más que nada en su "niño", sobre todo desde el pasado fin de semana, cuando los pedidos cayeron en picado, al pasar de unas sesenta entregas diarias a una quincena como mucho.
Y de forma simultánea, cuantos menos encargos, más temor en los destinatarios al contagio del coronavirus.
Cada vez le ocurre con más frecuencia que el cliente rechaza lo que había pedido, espantado ante la posibilidad de que la caja de cartón porte el COVID-19, explica a EFE con la mascarilla de la que no se desprende en ningún momento mientras se mueve por las calles de la capital, eso sí, más rápidamente que nunca, sin tráfico.
"Hay una desconfianza brutal; me dicen, lo siento, no te lo puedo coger, no sé quién ha manipulado el paquete, puede estar contaminado", relata con algo de tristeza.
Él nunca discute con ellos pese a que está deseando deshacerse de la mercancía, y ni siquiera intenta explicarles que cada hora se cambia de guantes, rociados con gel desinfectante cada vez que sale o entra a su furgoneta, o que el otro día se compró en la farmacia un paquete de mascarillas que le permitirá aguantar quince días.
También ha tenido experiencias positivas en las que el cliente le da las gracias, muchas y sinceras, por su labor, como hace un par de días, cuando llevó un móvil nuevo a una casa cuyo inquilino estaba incomunicado: su teléfono se había estropeado y además no podía hablar con un familiar que no vive con él.
"No se creía que le iba a llegar el móvil. Te motiva, piensas que estamos poniendo un granito de arena", confiesa, un tanto resignado a una situación que describe como "muy rara".
Él todavía tiene trabajo, aunque bastante menos que hace apenas solo una semana porque los envíos a empresas se han frenado en seco, y ya solo sirven a particulares que han dejado de comprar muchas cosas, ropa por ejemplo.
A los empleados contratados por su compañía ya les están despidiendo e incluso hay autónomos como él que ya lo han dejado, por miedo, tras ver cómo la pandemia alcanzaba a algún familiar.
DE SUPERHÉROE A DESEMPLEADO
Leandro es técnico de una contrata que trabaja para varias compañías telefónicas y mientras instala internet y los servicios de televisión en un domicilio, cuenta a EFE que estos días está viviendo situaciones surrealistas, algunas parecidas a las de Juan Carlos.
Desde personas que viven solas y le entretienen hablando porque quieren seguir acompañados hasta clientes que habían encargado el servicio y después deciden no abrirle la puerta por miedo al contagio.
Equipado con una máscara, Leandro entra pidiendo permiso y explica cada movimiento: "Me voy a acercar un poco", avisa mientras se desplaza por la sala en busca de la conexión de fibra óptica.
Cuenta que, en general, está teniendo muchos menos encargos y eso le afecta, porque su empresa sólo le paga el plus de producción si hace cuatro servicios al día, y es casi imposible llegar a esa cifra en estos momentos.
Y desde que comenzó el confinamiento, cada visita está siendo para él una aventura. Hace unos días trabajaba en una fachada para enganchar una conexión cuando una vecina salió por la ventana y le exigió que se fuese para "no contagiarla".
Tampoco han faltado los "fanáticos religiosos" que le anuncian, dice, el fin del mundo, pero ha encontrado también mucha empatía. "En alguna casa me han tratado como a un superhéroe, una mujer me dio incluso un abrazo" saltándose todas las precauciones, asegura.
Y en estos días en los que se ha desplazado por Madrid, tiene una imagen clavada en la retina. La de una ciudad vacía en la que se ve más que nunca a las personas sin hogar. Muchos más de lo que pensamos, familias enteras incluso. "Antes eran invisibles, ahora no", advierte.
Durante la instalación, Leandro confiesa que está preocupado por su futuro laboral, porque sólo lleva tres meses en la empresa y teme que le despidan sin incluirle siquiera en un expediente temporal de empleo.
Horas después de este servicio, que será el último, recibe la llamada de su supervisor. Efectivamente se va a la calle.
Está triste, pero recuerda que otros compañeros sufrirán más que él, porque tienen hijos.
Ahora mira al futuro y a su cambio de vida, también personal. Porque a su mujer, trabajadora social, acaban de contratarla en un centro de acogida de inmigrantes en Ávila y tiene que trasladarse inmediatamente a esa ciudad. Como él ya no tiene un empleo que le ate a la capital, no lo duda y se irá con ella, por supuesto.
Lo que tiene claro es que no va a volver, por el momento, a su país, Argentina. Su madre se lo pide constantemente, pero él cree que su mujer -española- y él están mucho mejor aquí en estos momentos.
Andalucía
El felpudo antivirus y el superhéroe de internet
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