El sábado 23 de noviembre de 1974, a las 4 de la tarde, con la presencia de personalidades provinciales y autoridades locales encabezadas por el señor Alcalde, Diego López Barrera, entre aires festivos y arropados por una multitud que se congregaba tras los guardias municipales y alguna pancarta alusiva al acontecimiento, se procedió a la demolición de las chabolas de El Zapal. El mismo alcalde abrió el acto encaramándose a una de las palas mecánicas destinadas a hacer el trabajo, que los obreros hubieron de completar en días sucesivos.
Sin agua, luz eléctrica ni alcantarillado, las antiguas chozas se transformaron en chabolas, construidas ahora con chapas metálicas, tablas de cajas de pescado, ramajes de La Breña o cualquier cosa que pudiese servir para dar algo de cobijo, calor o resguardoHasta cuatro años antes de aquella tarde otoñal de 1974, El Zapal había llegado a albergar 3.265 personas, repartidas entre 730 familias instaladas en 678 chabolas, “inmundas y carentes de los más elementales servicios, lo que originaba promiscuidades, hacinamiento, enfermedades y en definitiva degradando a las personas”. Así puede leerse en uno de los documentos celosamente guardados en nuestro archivo municipal como testimonio del acontecimiento, epílogo de la vida de un barrio que marcó a generaciones de barbateños, y que por el número de habitantes superaba a cientos de pueblos españoles.
El origen
Tenemos claro que la historia de El Zapal concluyó hace ahora casi 50 años. Al menos en su parte física, pues la huella social aún puede percibirse en nuestra vida cotidiana. Pero, ¿en qué momento podemos decir que existe un barrio marginal y con personalidad propia en Barbate? Y, sobre todo, ¿por qué se tardó tanto tiempo en acabar con él?
Si tuviésemos que elegir una fecha para su comienzo, nos inclinaríamos por el año 1874. Justo un siglo antes de aquel jubiloso y ansiado final del chabolismo –o casi– en Barbate, se instalaba la almadraba en nuestra localidad. La aldea apenas la poblaban 800 habitantes, unas cuantas familias que vivían de las jábegas y vendían directamente el pescado tierra adentro a pie o a lomos de un borrico; gente que acompañaba sus casas de un huerto, un cerdo y unas cuantas gallinas, y que, si la cosa pintaba mal, se la jugaba yendo a por tabaco, ron o ginebra a Gibraltar o a Tánger.
La nueva almadraba, denominada “Ensenada de Barbate”, que venía por vía de ensayo, o sea, sin precedentes conocidos, resultó ser una auténtica mina. Pronto, Barbate va a cobrar fama en muchos lugares por su atún, y no solo en lugares de España, también, incluso, en el extranjero. Tal éxito era el resultado de una buena administración empresarial, pero también de un capital humano que contribuía a provocarlo. Ya no se trataba de la vieja pesca de tiro precisada de muchos hombres, pero aun siendo menor este requisito, era imprescindible contar con 100 o 150 pares de brazos. Dedicados la mayoría a tirar de las redes y a un trabajo puramente físico, no se exigía en la mayor parte de los casos conocimientos técnicos y precisos. En consecuencia, una parte de la mano de obra que abundaba por la costa y alrededores, gente sin trabajo que buscaba el pan moviéndose de un lugar a otro, acabó por fijarse en Barbate en los últimos lustros del siglo XIX.
Todos aquellos “indocumentados”, muchos de ellos portugueses y de la zona de Huelva, habían de instalarse, como es lógico, en algún lugar cercano al lugar donde arrancaban las faenas. Al principio, parece que lo hicieron junto al río, no lejos del antiguo embarcadero. Esto podría explicar por qué al conjunto de las chozas que allí recalaron se las conociese como “El Zapal chico”, en contraposición con el que luego vendría. Explicaría también la denominación de “zapal”, procedente de la palabra portuguesa “sapal”, que significa marisma.
Y es que, ante la arribada de estos almadraberos, había que responder habilitando sitios para que pudiesen pernoctar. Confiando en la eventualidad del trabajo a cuya llamada acudían, los regidores municipales vejeriegos dejaron hacer, después de todo se instalaban en chozas improvisadas, una forma de habitación heredera de las antiguas enramadas de tiempos ducales, las cuales, se suponía, los ocupantes desalojarían en cuanto acabase la temporada.
Ya entrado el siglo XX, el nuevo “zapal” se ubicaba a las afueras del pueblo, frente a la playa del Carmen, entonces conocida por “Los boliches”, ascendiendo desde la carretera del faro hacia arriba. A los almadraberos se habían unido los hombres de “el tercio”, unas cuadrillas compuestas por 50 o 60 trabajadores que, halando de unas gruesas cuerdas, varaban en la arena las numerosas lanchas o traineras que pescaban en la bahía. Llegaron a sumar en total unos 200 hombres, tan problemáticos, que algún intento de sustituirlos por bueyes o máquinas que ejecutasen su trabajo fue descartado para evitar tenerlos sin ocupación y armando gresca por las tabernas del pueblo.
Porque, conforme pasaba el tiempo, cada vez resultaba más evidente que la gente ya no deseaba salir de Barbate, transformando la eventualidad en permanencia. Algunos de los que llegaban para trabajar el atún descubrían en la costa inmediata la existencia de otros recursos pesqueros; y también un número cada vez más mayor de familias venía expresamente a instalarse, atraídas por la posibilidad de vivir en un lugar donde no faltaba el trabajo.
En la década de los años 20, el viejo sistema de levantar las viviendas con ramajes comenzó a abandonarse. Parece que el motivo principal era el mismo que había llevado a hacer lo propio años antes en el resto del pueblo: la posibilidad de un incendio. Se puede comprobar en El Heraldo de Barbate, que por mano de su director, José Miranda de Sardi, quien en sus primeros años y como componente de “el tercio” se había instalado también en El Zapal, constató en 1925 uno de aquellos siniestros que hubieron de ser habituales en las viejas chozas.
Unas chabolas en un pueblo industrial
El ascenso de Barbate a potencia pesquera a principios de los años 30, una de las primeras de España, aumentó el número de familias que se asentaban en el pueblo, tanto para proveer de mano de obra a los barcos como a las fábricas de pescado que se beneficiaban de las toneladas de materia prima desembarcadas, cuestión que se intensificó una vez acabada la Guerra Civil. En contraste con la opulencia que las había atraído, algunas de aquellas familias se unieron a las que ya estaban en El Zapal, que ahora crecía hacia el oeste, hasta las cercanías del faro, y hacia el norte, extendiéndose como una hidra cuesta arriba sobre dunas y chumberas.
En 1938, Barbate consiguió la segregación del municipio de Vejer por la que llevaba años luchando. El expediente instruido para la ocasión, contenía una larga argumentación que ponía el acento en las condiciones insalubres y tercermundistas de El Zapal. Poco sospechaban los señores que elaboraban aquel expediente, que aún había de sobrevivir aquel barrio otros 36 años, muchos más de los que ya tenía en su haber.
Resultaba obvio que, como todas las ciudades industriales de la época, Barbate había creado su zona marginal para los trabajadores, por lo que El Zapal podía considerarse el barrio obrero por excelencia. Obreros del mar, pero obreros al fin y al cabo, ocupaban el submundo de la explotación y los efectos colaterales del capitalismo, igual que los que hoy ocupan las favelas en Brasil o los tugurios en Guatemala, un cóctel de pobreza y analfabetismo que si no estalló fue porque lo impidió un régimen represivo.
Sin agua, luz eléctrica ni alcantarillado, las antiguas chozas se transformaron en chabolas, construidas ahora con chapas metálicas, tablas de cajas de pescado, ramajes de La Breña o cualquier cosa que pudiese servir para dar algo de cobijo, calor o resguardo en los peores días del invierno. Apenas algunas poseían ventanas, la luz entraba en el interior porque eran inevitables los resquicios entre las chapas, a riesgo de que en los días de lluvia se anegasen. De hecho, a veces los techos no soportaban las riadas y el agua lo inundaba todo, incluidas las modestas camas, cuyos cobertores y colchones acababan empapados. La cocina se situaba siempre en el exterior, al aire libre, y para hacer las necesidades se acudía al monte.
Convertido el barrio en un laberinto de latas, la lluvia hacía de sus calles intransitables lodazales sobre los que corrían cuesta abajo como en cloaca toda clase de inmundicias; en verano cambiaba el tiempo, pero no la inquietud. Cuando el sol calentaba las chapas, el interior de las chabolas era una auténtica sauna; luego estaba el viento, que empujaba el polvo hasta inundar cada rincón de los habitáculos. Hasta tal punto que, se según se decía, un conocido médico local, tras cada visita a los enfermos del barrio, escribía la receta en cualquier mueble polvoriento de la paupérrima chabola.
Dado que la justicia social no era una prioridad para El Pardo, ni siquiera en Barbate, pueblo que visitaría dos veces Franco en calidad de jefe de Estado --muchas más de manera privada para pescar en su rada--, el barrio suponía un campo abierto para dejar hacer a la caridad cristiana y tranquilizar la conciencia a los gerifaltes del régimen. Se trataba de iniciativas individuales, acompañadas, por supuesto, de la mejor fe. Como la de la catequista conileña Pepita Fuentes, quien trabajaba sobre todo con los niños desde una modesta capilla donde se alzaba una Virgen de Fátima que, según se decía, Pepita había traído en el año 47 desde Portugal. Se reafirmaba con ello el peso del origen portugués de El Zapal: en el nombre del lugar, en la nacionalidad de mucha gente que había venido a la almadraba y a “el tercio”, y ahora en la imagen de la patrona de aquel país. La gente del barrio se hizo tan devota de aquella Virgen, que, según cuenta Sebastián Bernal, el 12 de mayo de 1962, organizada por las autoridades una procesión para llevarla en andas hasta la iglesia de San Paulino, creyendo que ya no iba a volver a su capilla, los vecinos obstruyeron todos los callejones para que no saliese de allí. Una vez que se les prometió su vuelta, una señora, convertida en improvisada líder, exclamó: “¡Como el día 13 no esté aquí en su casa, vamos y echamos la iglesia abajo, porque a esa niña la hemos criado nosotros, los zapaleños!”.
Desde el año 1953, la capilla, sin dejar de funcionar, incluso con misas los domingos, se convirtió en una ermita-escuela, lo cual no impidió que el analfabetismo superara el sesenta por ciento en fechas inmediatas al derribo. Desde aquel edificio, única infraestructura pública de El Zapal, tanto Pepita Fuentes como el padre López clamaron durante años para acabar con aquel miserable barrio sin encontrar quien los escuchase.
Los días finales
A pesar de toda la imagen de miseria que descubren las imágenes en blanco y negro, de niños siempre descalzos, medio desnudos y muchas veces llenos de piojos; a pesar de las nubes de moscas, de la desnutrición y del analfabetismo, a pesar de la ausencia de cualquier comodidad en aquellos antros, podemos leer, en esas viejas y no tan viejas fotos, directamente en los ojos de sus ocupantes, una dignidad y una entereza admirables. El orgullo y la casta de una gente que se sabe injustamente destinada a padecer un aciago destino. Ignorados por la agenda oficial, después de todo ya se había encargado la represión de inutilizarlos como preocupación para la buena sociedad, languidecía la vida en el barrio, tranquilas las conciencias porque el adjetivo “zapaleño” designaba antes a un pobre, que a un delincuente.
El principio del fin llegó en 1968, y parece que fue más obra de las circunstancias que de firmes voluntades, largamente preteridas. La extensión de las aguas jurisdiccionales marroquíes, las mismas que habían propiciado el ascenso de Barbate, hizo inviable la gran flota de pesca barbateña, y ahora sus 150 barcos se encontraban amenazados de muerte. En solo dos años, 14 fueron al desguace, quedando sin trabajo más de 500 marineros, que en un país sin derecho a reclamar soluciones, hubieron de emigrar a otras latitudes más prósperas. Ellos, y los que vinieron detrás, tanto en el sector de la pesca de cerco como en la almadraba y en las industrias adyacentes. Porque la captura del atún, explotado entonces por el Consorcio Nacional Almadrabero, también había entrado en crisis, acabando por caer aquel coloso engendrado por el estado hacía más de cuarenta años.
En resumidas cuentas, de vivir en El Zapal casi 3.300 personas en 1970, se pasó, en 1974, en vísperas de la demolición, a 2.300, unas mil menos. Y la crisis pesquera no tenía visos de solucionarse. Estaba claro que ahora era el momento. Máxime porque se había tomado ya la decisión de convertir a Barbate en pueblo turístico. El Zapal, en el corazón de la localidad y tan cercano a la playa, no era un buen escaparate para animar a los inversores.
No es cuestión de atribuir falta de rectitud a una corporación municipal de cuya capacidad de trabajo pocos dudaban, ni siquiera a algunas de las autoridades superiores, probablemente y por menos que nos guste el contexto en el que se desenvolvían, actuaban en su mayoría de buena fe. Pero lo cierto es que, de la noche a la mañana, se despertaron conciencias aletargadas durante años; se levantó un torbellino de buenas y desinteresadas intenciones; se presupuestaron partidas de dinero casi a fondo perdido, y hasta un banco se ofreció a prestar un golpe de millones (la trampa pasó luego a la cuenta de débitos de la democracia). Con todo el dinero reunido, más el prometido, comenzaron a levantarse las primeras viviendas sociales. Eso sí, estas resultaban bastante escasas de espacio, pero podía decirse que dotadas de electricidad (aunque los cortes de luz eran continuos), y agua (aunque a los pisos altos apenas llegaba en verano). Y, por último y no menos importante, las nuevas viviendas se alejaban de la playa, donde ya se construía el paseo marítimo y crecían los pisos destinados al nuevo boom turístico que se iba extendiendo por toda la costa.
Levantadas la mayoría de aquellas viviendas sociales, se procedió al derribo de El Zapal. En pocos días cayeron bajo las palas excavadoras las 500 chabolas que quedaban, 19 pequeñas tiendas, 9 tabernas y una barbería. No se tuvo piedad con el modesto santuario que en otro tiempo había sido testigo de los desvelos de Pepita Fuentes, y no entró en el lote el lupanar, “La Aguja Palá”, negocio tal vez respetado porque ayudaba a combatir la “promiscuidad” que tanto preocupaba a las autoridades. Lo cierto es que la alegría fue general, a excepción de algunos que vivían de su jumento y ahora no tenían donde ponerlo a resguardo (se cuenta que alguien se lo llevó a su nueva vivienda como un familiar más). La mayoría, al menos, por fin podía decir que vivía en una casa.
Desaparecido El Zapal y con el optimismo que lo caracterizaba, el Alcalde decidió remitirle una carta a don José María Pemán invitándolo a que, si lo tenía a bien, usara su ilustre pluma para dar cuenta al mundo de tan loable hecho. Pero el veterano escritor parece que prefirió hacer oídos sordos, acaso por no afrontar la difícil tarea de explicar cómo aquella justicia cristiana que proclamó en julio de 1936 desde el balcón del Ayuntamiento de Cádiz a un nutrido público (mayormente de regulares musulmanes), tardó casi cuarenta años en instalarse en la cabeza de unos dirigentes que habían llevado al país a una guerra prometiendo acabar con lacras como esta. Y es que el tiempo siempre descubre la verdadera cara de las dictaduras.