Estamos en los días santos en que los cristianos volvemos nuestra mirada hacia el Rostro de Cristo en tantas imágenes y pasos. De alguna manera Dios ocupa nuestras calles, le vemos, le aclamamos, le suplicamos, nos dolemos de nuestra ingratitud, testimoniamos nuestro amor por Él.
La nave de la Iglesia atraviesa firme la historia en medio de las tempestades del mundo porque Cristo lleva el timón y podemos decir llenos de asombro como aquellos israelitas: “¿qué nación hay tan grande que tenga un dios tan cerca de ella como estás Tú en medio de tu pueblo?”.
Sí, Dios está cerca de nosotros, pero no podemos olvidar que la Revelación está llena de misterio. Es verdad que con toda su vida Jesús revela el rostro del Padre y que ha venido para explicar los secretos de Dios. Pero el conocimiento que nosotros tenemos de ese rostro se caracteriza por el aspecto fragmentario y por el límite de nuestro entendimiento.
Sólo la fe permite penetrar en el misterio, favoreciendo su comprensión coherente. Es lo que pretende la celebración de la pasión y la muerte de Jesús.
La prueba más difícil para cualquiera es aceptar la dureza del dolor y la muerte. El oro –que vale tanto para nosotros se refina con el fuego, pero el hombre –que vale mucho más- se purifica con el sufrimiento.
Nadie va al cielo con los ojos secos. Jesús nos enseña a superar el dolor y la muerte con amor. Esta es la clave de la vida: comprender que tenemos una vocación de amor. Vivimos para amar, para entregarnos del todo superando el egoísmo y el placer, hasta dar la vida voluntariamente.
Dios nos dice que nos ama y que, para salvarnos del fracaso de la vida, muere voluntariamente por amor. La cruz, por eso, es el mayor consuelo para los enfermos, los moribundos, los oprimidos...
Nos repele -¡claro que sí!- porque vemos en ella una condena; pero desde ahora también es el signo del perdón, de la misericordia de Dios y la llave del cielo. Con Jesús crucificado vence el amor, vence Dios, que es más fuerte que la muerte.
Todos tenemos que pasar por dolores y sufrimientos, y tenemos que morir. Pero quien vive aquí con Jesús y ama con El, también resucitará con El. El temor a la muerte ha quedado superado.
El crucificado no excluye a nadie. Al contrario, abraza a todos, ama a todos, quiere salvar a todos, especialmente a los más pecadores, a los más apartados de Dios. Nadie puede temer a un Dios con los brazos abiertos y clavado en una cruz.
El Señor muere por nosotros y, de este modo, nos cambia la vida, porque podemos apropiarnos -ya desde el bautismo- de la muerte y de la resurrección de Jesús. Lo que El ha conseguido es para mí.
Por esto es precioso ser cristiano, porque Jesús nos ha “inyectado” ya la vida de Dios, y, ya desde ahora, cualquier prueba, cualquier dolor vivido con amor, son una fuente de perdón para los demás. “Vivimos en nuestro cuerpo lo que falta a la Pasión de Cristo” –decía San Pablo- porque podemos ser redentores del mundo asociados a Él y vencer el mal con el bien. Podemos amar como Él, y, al menos, siempre con Él. Aunque la cruz sigue desconcertándonos -es un escándalo-, es la garantía de nuestra salvación.
Cristo es el signo de nuestra victoria, el mayor monumento al triunfo sobre la muerte: El ha matado a la muerte, El es el vencedor que da la vida. Los santos lo han comprendido bien. San Francisco de Asis, por ejemplo, gritaba desolado: “¡El Amor no es amado!”.
También nosotros tenemos que escuchar ese grito en los oficios del Jueves y Viernes Santo y en las impresionantes procesiones de estos días. Y decirle al Señor: “Gracias por salvarme, gracias por tu victoria. Cuenta, al menos, con mi amor”.
Y debemos reconocer también nuestra participación en esta tragedia, que es el mayor drama de la humanidad, porque Él no sólo ha muerto por ti, sino también por tus pecados, a causa de tus infidelidades.
Al adorarle en la cruz podemos rogarle: “Señor, pequé; Ten misericordia de mi”. Dejémonos seducir por la nostalgia de nuestro corazón que echa de menos al Dios querido y olvidado. Volvamos a Él en estos días, pero hagámoslo de verdad, toto corde, de todo corazón, con toda la vida y Él volverá nosotros, hará brillar su Rostro sobre nosotros dándonos la plenitud de la vida, y nos concederá la paz.
Esa paz que sólo Él puede dar, fruto de su gloriosa resurrección. Así lo ha recordado con toda su fuerza el Papa Francisco a los jóvenes: “¡Cristo Vive!”.