El Teatro Villamarta, acostumbrado veinticuatro horas antes a vivir con entusiasmo el gran estreno de Eva Yerbabuena, asistió a una noche de transición que apenas va a ser recordada por escasas pinceladas poco destacables por otro lado, pues detalles suelen tener la inmensa mayoría de los espectáculos, si no fuera así...
De entrada, cabría reflexionar sobre el montaje general de Inspiración, que de tal sólo tuvo el nombre, porque en los hechos prácticos esta nomenclatura fue decepcionante y no se corresponde con lo presenciado.
La idea era la de hacer algo flamenco –no olvidemos que estos artistas son flamencos– aportando gotas de improvisación chispeantes, ocurrentes, como esa salida última de Tomasito al escenario que salvó ligeramente los muebles de una obra que, como diría el maestro Peña en su célebre cuarteto, fue para Do-Mi en el So-Fa.
No es por ser cruel, tampoco lo merecería, pero juzgando con cierta ecuanimidad –¿acaso se puede analizar algo de otra forma?– se llega a la conclusión de que lo de anoche no fue para llevarlo a las tablas del teatro... y quizás tampoco para el Festival.
Duele, y mucho, escribir estas cosas; nadie piense, por favor, lo contrario. Mas hoy procede comentar que la pretendida inspiración fue una excusa, creo, para decir que, bueno, si salen las cosas, mira que bien, pero que si se tuercen espectacularmente, como al final se torcieron, pues da casi igual, ya que para eso se estaba haciendo algo para echar el rato.
Creo que, a fuerza de reducir mucho, pero mucho, mi propias exigencias, sólo debo incidir en la cuestión de que algo así puede ser perfectamente mejorable.
Desde los albores, la inspiración se fue diluyendo como azucarillo en el agua, debido a una conjunción un tanto débil, poco dada a estimarse como cuadro.
Las individualidades no fueron malas, pero obsérvese que en los elencos cuando la sincronización anda fuera de tono, la obra se viene abajo como un castillo de naipes.
¿No cabe dar unos detalles amables que salven de la mediocridad esta crónica? Sí, pero cabe hacer hincapié en lo reseñado: buenas individualidades, mal conjunto.
La guitarra de Juan Diego es siempre brillante, ayer, no sé bien qué ocurrió –¿los nervios de estar en el Villamarta en todo un Festival de Jerez?–, se le fue al traste aquello que, seguro, preparó largo tiempo con tanta minuciosidad.
Adela Campallo y Ángel Muñoz, los bailaores de la noche, dejan claro que la categoría que tienen es de sobra estimada.
Lo cierto es que la sonanta tiene unos sones de lujo, aunque ayer bajó enteros. Se apuntaba antes la posibilidad de los nervios, quién sabe.
Lo mejor de la noche, por ir resumiendo con algo positivo, fue la actuación de Tomasito, que es alguien que hace cosas muy graciosas y simpáticas, pero eso queda a años luz de ser flamenco. Tiene compás, sí; conoce el cante –hasta ahí podíamos llegar, que no lo conociera encima–. Pero fue un as escondido debajo de la manga por si la situación pintaba mal.
Es una lástima, pero creo –y es la impresión del respetable en general, a tenor de lo que podía percibir a la salida del coliseo– que este grupo de artistas puden rendir mucho más y una obra de esta naturaleza, ciertamente para olvidar, no debería hacerles perder, a pesar de todo, las ganas de seguir creando espectáculos.
Sólo que la próxima vez que se reclame a la inspiración un hueco en las tablas, aparezca previamente el merecimiento al que tienen que hacerse acreedores todos los artistas que luchan por hacer algo de nivel y que no quede olvidado en el baúl encerrado.