Los enigmas de Jeff Nichols y la primavera tunecina de "Hedi" abrieron este viernes con buen pie la competición de la Berlinale, el primero con una especie de "E.T." de última generación titulado "Midnight Special" y la segunda con una brillante metáfora de un país en transición.
"Tengo una fuerte relación con esos filmes, crecí con ellos", admitió Nichols respecto a los paralelismos entre su película y "E.T." o "Encuentros en la tercera fase", así como la pasión compartida con Steven Spielberg por "mantener el misterio hasta el final".
En el caso de "Midnight Special", el gran generador de misterios es un niño de ocho años con aparentes poderes paranormales, al que su padre rescata de la secta extremista que lo adoptó por ver en él al redentor ante un inminente juicio final.
A ese acoso se une el de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA), alertada por ese Pequeño Príncipe de ojos permanentemente ocultos bajo gafas de protección solar, capaz de taladrar el cielo y hacer caer satélites artificiales, de descifrar códigos y parámetros secretos y de rastrear emisoras de radio en cualquier idioma.
"Es una película surgida de mi propio miedo ante la fragilidad de la relación con un hijo", explicó Nichols, de pronto algo más terrenal que su filme, para relatar la experiencia vivida como padre ante una repentino acceso de fiebre de su bebe de un año.
Nichols, director de culto para los renovadores de la ciencia ficción desde "MUD", pretende "continuar con el experimento narrativo" de entonces, que sus adoradores emparentan con David Lynch más que con el cine de masas de Spielberg.
Acudió a Berlín con Michael Channon, rostro habitual en sus filmes -"soy como su educador de la guardería", dijo el actor-, que asume el papel del padre biológico; de Kirsten Dunst, la madre; y por supuesto el niño Jaeden Lieberher, tan captador de los flashes de la prensa como de códigos secretos del filme.
A la ciencia-ficción siguió el cine realidad de "Hedi", del debutante Mohamed Ben Attia, que puso al festival en uno de esos estados de buena armonía con que la Berlinale suele recibir las historias sencillas, pero bien contadas.
La suya es la de un joven vendedor de autos apocado y sometido a todo tipo de designios -de su madre, de su jefe, de la novia que le asignaron- que a punto de casarse descubre que otro mundo es posible.
De la claustrofóbica cárcel de oro en que está a punto de entrar, la boda concertada, pasa a saborear la brisa de aire fresco de una mujer a la que conoce en una escapada a la playa, que no es mucho más guapa que la linda prometida que le destinaron, pero sí mucho más libre.
A Hedi, el tímido vendedor de coches, se le viene encima la pequeña o gran revolución, equivalente en lo individual a la hazaña colectiva que pareció ser la primavera árabe que arrancó, precisamente, de un joven tunecino como él.
Si a escala de un país o del mundo árabe, al estallido de la primavera siguieron tiempos convulsos, a escala personal la revolución también tendrá sus aristas.
"La búsqueda de la felicidad es un tema decisivo. En lo privado y como comunidad", dijo el director novel sobre su filme, una coproducción franco-belga-tunecina.
Túnez regresó así a la competición de la Berlinale tras 20 años de ausencia, compartiendo jornada con el filme de Nichols que, de algún modo, también encaja en el eje temático del festival -la migración en todas sus variantes-, en ese caso aplicado al niño "desterrado".
La tercera película a competición del día, la canadiense "Boris sans Beatrice", fue el contrapunto menos feliz de la jornada, como exponente de cine pretencioso y con un arrogante protagonista que se hace antipático desde el primer minuto de proyección.
Su contrapunto en el filme, dirigido por el canadiense Denis Coté, es su esposa, rica y triunfadora como él, pero postrada por una profunda depresión y que no consigue despertar la menor empatía del espectador.
Coté, quien volvía a competición en la Berlinale tras "Vic + Flo", proyectada en 2013, provocó rápidos abandonos en el pase previo para la prensa.