La otra noche tuve un mal sueño, uno de esos que te despiertan con el corazón palpitando en la boca y un sabor amargo en el paladar.
Andaba por las calles de siempre, con los amigos de siempre. Pero había algo distinto en el ambiente; las miradas eran más profundas, como si los ojos tuvieran dedos que me escrutaran. Los choques y encontronazos en la orilla de la barra de un bar tenían menos de azar y más de defensa central de un equipo de tercera, buscando el contacto.
Las sonrisas tenían un aroma que me repelía a alcohol y que otras veces no sentía. La atmósfera estaba muy cargada, y el aire se me hacía espeso, una mermelada amarga que me oprimía y no me dejaba respirar. No me sentía con la comodidad de siempre, con la confianza cotidiana de los lugares conocidos, como si la ciudad fuera un calcetín al que le hubieran dado la vuelta.
Quería volver a casa, que la noche ya había dado de sí lo suficiente, que no me lo estaba pasando bien y que, bueno, había más días por delante para disfrutar con los amigos. No era más tarde que en otras ocasiones, pero la sensación de soledad era una punzada constante en mi pecho.
Lo que siempre no era más que un paseo hasta casa ahora era una larga película de suspense; cada pisada a mis espaldas, cada coche que frenaba a mi altura era un pequeño sobresalto que me aceleraba el pulso. Cada semáforo en verde era la desilusión de lo que, en un principio, creía que era un taxi, y cada esquina se me hacía una oscura aventura, una lotería en la que no tenía ningún deseo de participar.
Los portales, oscuros y desiertos, se convirtieron en cuevas que podrían albergar mil infiernos. Casi sin pensarlo, aceleraba el ritmo de mi caminar, y desconfiaba hasta del eco de mis pisadas, demasiado sonoras, demasiado evidentes.
Llegué a las puertas de casa, rezumando adrenalina y temor, temiendo que en el último instante, justo cuando girara la llave en la cerradura del portal, una mano se posara en mi hombro, paralizándome al instante, arrancándome un grito vestido de carmín y sombra de ojos.
Ese grito, surgido de mis propios labios, me despertó, con la oscura pesadumbre de la pesadilla de ser mujer y no vivir para contarlo.