Andalucía es tierra de pueblos blancos, radiantes, luminosos. Aprendimos el arte de blanquear las casas para hacer más llevadero las canículas veraniegas y mantener los hogares frescos en los días más calurosos. Pero no todo es blanqueable. No todo queda más lucido y presentable si se le da una mano de cal, porque hay asuntos para los que no hay brochazos en el mundo que los tape.
Este país lleva sufriendo una escalada verbal de años. Recuerdo casi con nostalgia los tiempos en los que lo más grave que se podía oír por las calles era un “a por ellos, oeoeoe”, en los que el independentismo era el máximo representante del mal en la tierra, con el permiso de Bill Gates. Pero todo eso ha quedado atrás y minimizado, empequeñecido hasta un diálogo cariñoso de un capítulo de Pocoyó.
Nos hemos acostumbrado al exabrupto diario, a ir escalando cada día un nuevo peldaño en la escalera sin fin de descalificaciones e insultos. La cortesía parlamentaria ha pasado a ser la muerta de la curva de la carrera de San Jerónimo. Se normalizan la interrupción y el griterío, y es raro el día que no vemos una zapatiesta que ningún profesor de primaria consentiría en un aula.
Obviamente, el pueblo sigue la estela de los que les representan. Y ya no es raro ver cualquier hilo en redes sociales donde la crítica consiste en ver quién llama antes al otro rojo o facha. Pero seguimos elevando la temperatura, no bajamos la llama ni un ápice, y continuamos con tiros a fotografías de miembros del Gobierno, como antes pasó con quemar retratos de la Casa Real. Nos hace gracia que una ministra sea insultada por la calle y su coche violentado.
Y lo peor de todo, blanqueamos estas conductas con el “y tú más”. Porque los otros lo hicieron antes, porque si ellos pueden, yo también, porque estoy en mi derecho. Porque me sale de los cojones. Y ninguna violencia es blanqueable. Ninguna. Todas son execrables, denigrantes, peligrosas y condenables.
Si seguimos sin señalarlas, sin denunciarlas, sin considerarlas nocivas, llegará el día en que alguien se sentirá en su derecho de pegarle dos tiros a otro, porque en su mente psicopática se sentirá arropado por los blanqueadores. Por los mismos que, en una televisión pública, afirman que Blas Infante murió en los años 30, como si se lo hubiera llevado la gripe.
Haced lo que queráis, pero la sangre sale muy mal.