El Último McGuffin - Anora

Publicado: 07/03/2025
Crítica de cine de Jesús González, de El Último McGuffin
El pasado 2 de marzo, en el Dolby Theatre de Los Ángeles, Anora se proclamó como la gran vencedora de la 97ª edición de los premios Óscar, consiguiendo hasta cinco estatuillas: mejor guion original, mejor montaje, mejor actriz protagonista, mejor dirección y mejor película. Un reconocimiento tan merecido como sorprendente, sobre todo si tenemos en cuenta la competencia que tenía en alguna de las categorías principales. Mucho se ha debatido al respecto, sobre todo en torno a la categoría de mejor actriz protagonista, y si bien es cierto que nuestro corazón estaba con Demi Moore y su personaje en La Sustancia (seguramente se tratase de la última oportunidad de la actriz para conseguir la ansiada estatuilla), el trabajo de Mikey Madison en Anora es también intachable.
Cuando me senté en el cine para ver la película de Sean Baker, en su estreno allá por noviembre, mi bagaje sobre la filmografía previa del director norteamericano se limitaba a su anterior trabajo, The Florida Project (2017), pero con esa breve idea general sobre su cine me bastó para pensar que Anora (2024) suponía una ruptura con respecto a su anterior manera de enfocar las consecuencias de la mercantilización de la vida en Norteamérica. Quizás se trate de una concesión para conseguir una película de corte más comercial o quizás una manera de acercar su cine al gran público, pero que Anora sea, la mayor parte del tiempo, una comedia, me pareció todo un acierto entonces y también ahora.




Con una estructura narrativa caótica, de encabalgamientos veloces y rimas asonantes, Sean Baker lo apuesta todo a la personalidad arrasadora de su protagonista, Anora (Mikey Madison), una prostituta de la que se encapricha el niño multimillonario de un magnate ruso. Tras una serie de escenas que ilustran el sueño húmedo de cualquier adolescente adicto a la futilidad y el consumo materialista, la película pega un frenazo y desarrolla una larguísima secuencia en la que sale a la luz su espíritu de “screwball comedy”, revelándose así como una revisión moderna del género en la que se adapta al presente la siempre relevante lucha de clases, en este caso una lucha en la que el afecto se confunde con una transacción económica que impide reconocer y asimilar cualquier tipo de apego interpersonal. 
La prueba fehaciente de que nos encontramos ante una película que no termina de rehuir de su espíritu de cine independiente ni de su estilo autoral la encontramos en su último plano, en el que un personaje se quiebra de manera tristísima borrando momentáneamente la sonrisa de nuestro rostro para recordarnos que todo lo que viven estos personajes pasa fuera de la pantalla, de manera más trágica que cómica, y que los protagonistas de estos desengaños sufren, a pesar de que se les categorice fríamente como generación de cristal. Anora, a la que equívocamente se le acusa de blanquear ciertas realidades, viene para recordarnos que tenemos una responsabilidad con nuestros jóvenes, una generación abandonada en medio de un tiempo incierto, tan ávida de consumo y estímulos inmediatos como necesitada de nuestra comprensión, acompañamiento y afecto. 

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