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Viernes 15/11/2024
 

El Puerto

Lo que yo te diga... demoliciones y desahucios

El bienestar que nos venden es una solidaridad disfrazada de los favores y migajas que recibimos a cambio de servicios que pagamos a precio de oro

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Luis Miguel Morales |  El estado de bienestar ha servido para englobar y aglutinar todo aquello en la que muchos nos recordaban lo grandioso que es y sigue siendo eso de lo que todavía nos preguntamos qué es realmente y a quiénes benefician en su último eslabón.

Amigo Quique, que sé que en eso estamos de acuerdo -en algo debíamos estar, digo yo- el estado de bienestar es tan ambiguo como utilizado para mantener una infraestructura político-administrativa falsa. Y me explico, que igualmente sé que te ocurre como a un servidor, somos cortitos. Diesel. Te cuento. 

El bienestar que nos venden es una solidaridad disfrazada de los favores y migajas que recibimos a cambio de servicios que pagamos a precio de oro. No es por tanto un donativo o un auxilio el que recibimos, es una prestación obligada y reconocida por los impuestos pagados y por los derechos adquirido como ciudadanos que somos.

De entre el listado de lindezas que nuestros queridos políticos nos recuerdan y que somos beneficiados, se encuentra la vivienda. Todo un detalle el que podamos dormir en una de ella. Todo un lujo hoy en día.

Cuando vienen mal dadas, siempre, siempre habrá un asustaviejas que nos intente atemorizar con que el estado de bienestar se reduce. Se recorta. O te lo van a quitar.

Es un chantaje emocional continuo y vinculante, como si el ciudadano fuese el causante del mal funcionamiento de la maquinaria montada por el engranaje sistemático de la administración o si los partidos fueran acreedores de darte o quitarte según convenga.

La sociedad debe recibir, faltaría más, de un compromiso pleno de, no mantener, sino de impulsar medidas más sociales que estén a la altura de las necesidades. No es de recibo que la justicia social con la que se dice sustentar sea cada vez más distante entre sí.
Las multas las pagan los mismos, a la cárcel van los mismos, las penurias las pasan los mismos y los mismos somos los que pagamos los errores ajenos de los que nos gobiernan. Por eso, cuando se habla tan alegremente de solucionar el drama de los desahucios, sinceramente, pienso que no es más que otra estratagema para alargar el problema e intentar contener la hemorragia que supone perder una vivienda por una deuda inasumible.
Una cuestión que no se valora como propia, sí como ajena, del que le toca. Y precisamente a ellos no le va afectar lo más mínimo.
Los partidos autoproclamados progresistas, los que creen que son los amos de todas las medidas sociales habidas y por haber, ninguno de ellos nos ha dicho aún cómo van a solucionar el problema de las pensiones, las que se acabarán más pronto que tarde. 

O de la sanidad, un sistema que no se garantiza como se debiera y que cada vez más resulta ser toda una odisea desde un mero ambulatorio a un hospital. Hasta para ponerse enfermo hay clases. 
No debemos renunciar a perder un solo derecho.

Y el de la vivienda sobre todo. Un país que se ha aprovechado, y mucho, del pelotazo del ladrillo no puede dejar tirada ahora a tantas y tantas familias de un derecho básico como es poder sentirse digna y persona a partes iguales.

Poner en la calle a personas, sea cuál sea el argumento, debiera encontrar una ejemplaridad del que dice salvaguardar y proteger el pseudo estado de bienestar. Deben dar ejemplo para continuar en esa idea difusa en la que unos y otros nos han construido en el aire una quimera que necesita de financiación. 

El estado de bienestar es por tanto, querido Quique, otra gran mentira que nos contaron hace años. Una falacia en toda regla que utilizan para amordazar y para reiterarnos lo feliz que debemos seguir siendo cuando recibimos una parte de ella y que no protestemos tanto.
Que no te engañen, Quique. 

Quique Pedregal | Es curioso, Luismi, pero en la Edad Media, cuando aparecía una persona asesinada o muerta por violencia en medio de una calle, una plaza, o en los alrededores de una villa o pueblo, si no se reconocía al causante de tan infame acto, se obligaba a los del lugar a pagar una multa.

Lo que se pretendía era otorgar una especie de incentivo para descubrir con mayor rapidez al asesino. De ahí la expresión, llegada hasta nuestros días, de “echar el muerto a otro”, ya que los propios habitantes de esa localidad se afanaban en trasladar a las lindes del poblado vecino el cadáver.

Algo parecido sucede con los desahucios o las demoliciones de viviendas ilegales. Las administraciones se van pasando expedientes de uno a otro lado para no solucionar nada. Solo la protesta o la fuerza consiguen impedir que casos injustos de demoliciones o desahucios no acaben con la familia en la calle.

Es verdad, amigo Luismi, que hay personas con mucha cara dura que van de vivienda en vivienda trasladando sus enseres y manteniéndose de las ayudas que otorga el sistema, pero tampoco es menos cierto que hay demasiadas familias que se ven arrojadas al frío de la calle con tres maletas, cuatro colchones y dos mantas.

Más aun, se desahucia a una familia por orden judicial por incumplimiento de pago a una entidad bancaria, y esa vivienda se queda vacía. Me explico: la vivienda ya vacía no revierte en la sociedad, sino que entra a formar parte del patrimonio de una amalgama de empresas inversoras, españolas o no, que poseen multitud de inmuebles que, en principio y en vista de las poquísimas hipotecas que se conceden, terminan cerrados y deteriorados con el pasar del tiempo.

En el caso de los desalojos o demoliciones por construcción ilegal, digo yo, Luismi, que se podía intentar llegar a un acuerdo con el propietario, máxime si reconoce que está de manera indebida.

La justicia es igual para todos, ya lo dijo el Rey emérito, y a la vista está la cantidad de delincuentes que se pasean de telediario en telediario cada día y por todas las ciudades de España. El muerto “pa” ti, y así andamos. Lo que yo te diga.

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